Diario de una confinada

El día del paseo caleidoscópico

Raquel Martos

Durante un tiempo volvía caminando de la radio a casa. Una hora y media a buen paso, de lunes a jueves, un hábito ideal para darle alegría a las piernas y poner en orden los pensamientos. Lo de respirar en pleno centro urbano ya tal…

De aquellos paseos guardo un sinfín de fotos, no podía resistirme a la belleza de la luz de la tarde en Madrid. En función de la estación del año, la hora solar o la oficial, la ciudad se iba vistiendo de diferentes colores y, aunque era la misma, lucía diferente, como Marilyn en el retrato icónico de Warhol.

Algunas veces variaba el trayecto, por miedo a caer en la rutina. Aunque era un temor irracional, difícil aburrirse en un decorado en el que nunca coincidía con las mismas personas y si lo hacía, no era consciente…

Ahora, al hacer memoria voluntaria o involuntariamente, van pasando por mi mente, como diapositivas, escenas de aquellas caminatas que se quedaron grabadas: una chica muy alta que lloraba a mares y arrastraba una maleta camino de la estación de Atocha; un niño que pedaleaba en una bici nueva cerca de los libros viejos de la Cuesta de Moyano; tres policías rodeando con misterio una posible entrada al subsuelo de Madrid; junto a la verja del jardín Botánico, dos jóvenes pegándose un morreo que ahora podría tener sanción sanitaria… y muy cerca del Museo del Prado, el señor invisible hablando con un amigo suyo.

Aquellos paseos, fascinantes en sí mismos, estaban amplificados por una fascitis plantar que me había impedido caminar más de lo esencial durante unos meses. Concluido mi confinamiento de pies y con toda la ciudad por delante, pocos placeres podían superar una experiencia tan sencilla y cotidiana, pero tan colorida como un caleidoscopio.

No he vuelto a sentir algo similar hasta el pasado sábado, durante ese acontecimiento que en los libros de Historia futuros podría llamarse: “El día del paseo”. Aquella mañana de mayo en la que un país pudo salir por fin a la calle con miedo, tristeza, ganas e ilusión a partes iguales… y con mascarilla.

De aquel día quedarán imágenes de ríos de gente, paseando tan cerca unos de otros que daba miedo, o las de esos grupos de inconscientes cantando y bailando en la calle, tan desafiantes e insolidarios que daba vergüenza y rabia, pero yo me dejaré todo el espacio posible libre para otras secuencias.

Porque, cuando pase el tiempo y haga memoria voluntaria o involuntariamente, me gustará que pasen por mi mente,como diapositivas: la pareja que caminaba con gesto de alivio y susto, ella embarazada; la de la mujer que empujaba la silla de ruedas de un hombre al que se parecía mucho, probablemente su padre; la de un señor mayor, casi tirando con cuidadito de la mano de su mujer, que tenía mucha dificultad para andar; la de un abuelito sonriente y con los ojos cerrados, quieto al sol, como un caracol.

Caminar por franjas, con hora y con mascarilla no tiene nada que ver con disfrutar de un paseo a tu aire, pues claro que no. Ojalá, lo antes posible, recuperemos la libertad que arrebata el miedo. Pero, probablemente, cuando sean muchos los paseos, no recordemos todos ellos con tanto detalle tanto como ese primero, “el día del paseo”.

De las escenas de aquel día, grabé dos más: la de una chica sentada en pantalón corto en el alfeizar de la ventana leyendo un libro y la de un muchacho que adecuaba el paso al de una abuela con bastón, probablemente la suya, y ella sonreía con los ojos, como dice mi querido Pere Aznar, con la mascarilla también se ven las sonrisas.

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