Muros sin Fronteras
El síndrome de la cabaña (política)
No sé ustedes, pero me siento más seguro en casa que en la calle. A salvo de lo intangible y del ruido de la política. Junto a las normas de la desescalada están las desescaladas de cada uno frente a un mundo exterior que percibimos peligroso. Les pasó a muchos habitantes de Wuhan, la primera ciudad confinada por el Covid-19. Se llama “síndrome de la cabaña”, un trastorno psicológico frecuente en quienes padecieron un largo secuestro o estuvieron tiempo en un hospital o años en la cárcel. La pandemia puede tener un efecto temporal similar en algunas personas. Somos una especie presuntamente inteligente que encuentra la seguridad en la repetición. Más que una “nueva normalidad” necesitamos encontrar el compás de una nueva repetición.
Impresiona caminar por las calles y ver tanta gente con mascarilla que evita la cercanía. No sé si somos productos del mismo miedo o una avanzadilla del mundo hacia el que vamos.
El abuso del lenguaje bélico por parte de las autoridades y de algunos medios de comunicación ha ayudado a fomentar una psicosis de guerra sin guerra, que resulta difícil de manejar. Falta el sonido: no estallan las bombas, no se escuchan las balas de los francotiradores. Falla la escenografía: no hay cadáveres en las calles ni edificios reventados por las explosiones, no se ven las banderas del enemigo que trata de doblegarnos. Tenemos electricidad y agua potable, media docena de plataformas de televisión con series y películas, además de servicios de entrega de alimentos a domicilio. ¿Dónde está el enemigo?
Al no poder acomodar el enemigo en el lugar mental en el que se sitúan todos los enemigos en las películas, en los documentales y en los libros, la amenaza se vuelve omnisciente y omnipotente, muy difícil de procesar. Me sucede a mí que he estado en unos cuantos conflictos bélicos.
Llamar guerra a la lucha médica contra el covid-19 es un insulto a los millones de personas que padecen guerras de verdad, la mayoría alimentadas con nuestras exportaciones de armas.
Los que padecemos un cierto síndrome de la cabaña, en cualquiera de sus intensidades, nos imaginamos el virus pegado a los pomos, en el suelo, en los productos de los supermercados. El miedo se expande mejor entre bulos y mentiras. Es el motivo por el que tienen tanto éxito las religiones y las ideologías cerradas. Juegan con ese miedo ambiental para ofrecer recetas sencillas. De alguna manera nos atraen los dirigentes simples porque hablan un lenguaje que se entiende y señalan enemigos que diluyen nuestra responsabilidad colectiva.
No existe una pandemia en la historia que no haya sido culpa de otros. Ya no triunfa tanto el argumento de que se trata de un castigo de los dioses. O tal vez, sí. ¿Recuerdan los primeros años del sida? Era un castigo contra los homosexuales, una idea que permanece en la base de la homofobia en África y en zonas de influencia islámica. Las dianas fáciles del coronavirus son los migrantes. EEUU trata de culpar a China para exigir una compensación económica. ¿Está seguro Trump de ese camino? Puede ser una autopista legal para millones de iraquíes, sirios, afganos, yemeníes. Y para los familiares de los desaparecidos en América Latina. En China, el racismo se dirige contra los extranjeros.
No ayuda que alguno de los programas de televisión más vistos por la mañana hayan derivado en un infoentretenimiento en los que cotiza más un bulo o una mentira que una noticia. Se gastan más en contertulios que en reporteros capaces de generar historias propias. Mezclan en sus mesas de debate (de pelea mejor, que sube el rating) a periodistas rigurosos con otros cuya única misión es emponzoñar la convivencia. Triunfan los polemistas y los groseros que en el momento que alguien les acusa de servir a turbios intereses se fotografían maniatados con esparadrapos en la boca. Otro insulto a los miles de periodistas que se juegan la vida en todo el mundo por defender la verdad.
Debería haber cordones sanitarios en la política y en el periodismo. La búsqueda hipocrática de la verdad ha quedado desplazada por la proliferación de personajillos que ni siquiera distinguen un fake de la cabecera para la que trabajanfake. Algo grave pasa cuando un programa rosa se ha transformado en ejemplar por poner límites a los farsantes. No es solo el coronavirus, es el ambiente de canibalismo lo que invita a quedarse en casa, evitar las noticias-basura y leer a Pérez Galdós con la esperanza de entender a España.
El síndrome de la cabaña es una 'etiqueta' que siembra la polémica entre los psicólogos
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No son fáciles de combatir las pandemias del odio y de la desinformación si el presidente de EEUU, Donald Trump, que debería ejercer un liderazgo moral, es el principal divulgador de patrañas, como la cura por inyección de lejía o el origen humano del covid-19. No importan los hechos científicos, lo que prima es la bulla, la confusión, tapar los errores de su administración en la gestión de la pandemia. No solo los pasados, en su negacionismo inicial, sino los actuales, su batalla por abrir la economía a cualquier precio.
La estimación es que, en agosto, EEUU tendrá el doble de muertos, y a partir de septiembre padecerá una segunda ola que podría ser más grave que la actual. Trump lo fía al milagro de una vacuna antes de octubre para que la euforia afecte a las elecciones del 3 de noviembre. De ahí la presión sobre los laboratorios. Basta una vacuna, que parezca que funciona. Lo que suceda después de las votaciones ya no tiene importancia. Estamos ante una camada de dirigentes irresponsables y peligrosos. También en España.
Quizá sea el momento de que el miedo cambie de dirección, pero eso pertenece a las ilusiones de que un mundo pospandémico sea feliz y próspero. No con este sapiens.