PORTADA MAÑANA
Ver
El fundador de una sociedad panameña del novio de Ayuso gestiona los chequeos médicos de la Comunidad

Diario de una confinada

Listas blancas

Raquel Martos

Aquel primero de noviembre cumplía diecisiete años. Eran los tiempos de la antigua normalidad, tan antigua que las felicitaciones llegaban hasta ti serpenteando por el muelle del teléfono fijo…

Un teléfono gris en la mesita del salón comedor, junto al sofá y otro beige colgado en la pared de la cocina, al lado del fregadero. Dos teléfonos e intimidad cero, rara vez podías hablar en soledad. Y en ocasiones, en medio de una conversación, alguien descolgaba el otro teléfono y cuando oías el sonido ambiente, tapabas el auricular, te salías del papel de locutora cálida de radio nocturna y pasabas a ser Paquita Salas gritando: "¡Cuelga!".

En aquel cumpleaños hice algo que jamás había hecho antes y que nunca volví a hacer: apunté los nombres de cada una de las personas que me llamaron para felicitarme.

Comencé el recuento a primera hora, con los más madrugadores, abuelos, tíos… la tarea se interrumpió durante la comida–en tiempos de teléfono fijo solo podías levantarte de la mesa si había un incendio– y continuó después de comer. El final de la tarde fue la hora punta y las últimas llamadas, las de los rezagados, rozaron la hora de la cena, sería equivalente al cierre de los colegios electorales.

Cada vez que sonaba el teléfono, salía corriendo del comedor a la cocina para evitar a mi familia que estaba dándole a la tarta, el café y la conversación. Y eso que los mensajes no eran como para que el CNI pudiera tener interés en interceptarlos: "¡Felicidades! ¿Te han regalado muchas cosas? Cuando te vea te tiro de las orejas… Es que antes, al no poder hacer memes, currarte una felicitación original era chungo.

Hoy he caído en la cuenta de que hay una tarea que no puedo postergar más: mis listas blancas. Desde que entramos en el túnel, cuando tuvimos suficiente luz para ser conscientes de que caminábamos a oscuras, me fui fijando en todos aquellos que iban prendiendo lamparitas: los que se ofrecían a hacer la compra a sus vecinos, las empresas que cambiaban su producción para dedicarse a fabricar material de protección, el dueño de un bar de carretera que dejaba comida y bebida a disposición de los camioneros en ruta, la psicóloga que ofrecía atención gratuita por teléfono...

Si no fuera porque la negrura de tanta enfermedad y muerte no se puede alumbrar con todos los vatios del mundo, este periodo sería uno de los más luminosos de nuestro tiempo.

Siempre que sabía de alguna de esas iniciativas prometía en voz alta: "Este será el primer sitio al que iré cuando acabe la pesadilla…" A veces apuntaba el nombre pero muchas otras lo dejaba para más tarde, siempre creemos que tenemos mucho tiempo por delante para hacer lo importante.

Ahora que empezamos a recoger tímidamente los bártulos de la reclusión y vamos aproximándonos, lentamente, hacia una salida incierta, me he acordado de las listas blancas y por esa vereda he llegado a mi cumpleaños de los diecisiete. La primera whitelist de mi vida la componían los que se acordaron aquel día de quererme.

Muchos de los nombres que marcaron mi número hoy ya no están. Tampoco existe la lista y no tengo conciencia de haberla conservado durante mucho tiempo. En el fondo aquel inventario no tenía valor, cuando los afectos son o han sido claros no necesitas apuntarlos para acordarte.

Por cierto, creo que ahora podría nombrar a casi todos los que me llamaron, pero de quiénes no lo hicieron, ni idea. Muy importantes no serían porque se me han olvidado. No los apunté porque no soy de hacer listas negras, soy más de olvidar, solo recuerdo a los que encienden lamparitas.

Más sobre este tema
stats