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¿Supimos entrar y no sabemos salir?

Raquel Martos

Yo no soy epidemióloga pero… si te cuelgas la mascarilla a la altura de la bragueta, en la barbilla o colgada de una oreja, juraría que no te protege de nada externo. Miento, quizás pueda librarte de que una gota de salsa brava salte a traición al pinchar una patata y que la mancha rojiza pueda generar la falsa idea de que has sido alcanzado por un disparo justo en la zona webinar, pero del coronavirus no.

Hemos sobrevivido a un largo tiempo de encierro y hemos superado la prueba con nota. De un día para otro tuvimos que aislarnos de la antigua realidad e introducirnos en una extraña burbuja en la que hemos flotado durante más de dos meses rodeados de miedo, angustia y perplejidad.

Y oiga, eso de meternos en casa lo hicimos requetebién. Nos confinamos de maravilla, podría parecer que niños, adultos y mayores teníamos sobrada experiencia en ello. Como le dijo una reclusa a un reportero de Antena 3 sobre la actitud de Mayte Zaldívar en prisión: “¡Bien, muy bien, parece que ha estado presa toda la vida…!

En cambio, ahora, nos estamos atascando en la salida. Porque para salir de un túnel está tan contraindicada la despreocupación total como la angustia exagerada y hay que mantener la calma para volver a ver la luz. En una salida de emergencia, la conciencia de grupo es fundamental, hay que pensar también en los demás, no podemos arriesgarnos a hacer un tapón por miedo irracional o por un exceso de confianza insensato. Ni por egoísmo.

En estos días de entrada por fases en la “nueva normalidad” basta dar un paseo y observar cual entomólogo a los tres tipos principales de bichos humanos que revoloteamos: los sensatópteros, conscientes de la situación, aplastante mayoría; los miedópteros, seres aterrorizados, y los queselapelápteros, que se la pela todo, vamos.

Los seres humanos somos así, o nos borramos las huellas dactilares a base de gel hidroalcohólico o nos ponemos a fumar a cincuenta centímetros de alguien que también fuma, mientras conversamos y nos lanzamos el humo de boca a boca, como en un partido de ping pong erótico.

Aunque insisto, los más numerosos son quienes se esfuerzan por lograr el justo equilibrio entre la responsabilidad y un cierto desahogo imprescindible para que la vida sea vida.

Y, por cierto, es toda una lección de vida ver a los mayores, los más frágiles ante el puto bicho, pasear con sus mascarillas, a las horas que les han marcado, con el máximo cuidado, mientras algunos mucho más jóvenes pasan por su lado sin protegerlos. ¿No hemos llorado tanto por los abuelos? Que se note que era sentido cuando nos toca tirar de responsabilidad.

Ojalá no tengamos que volver a demostrar lo buenos que somos confinándonos, lo bien que hacemos eso de echar cierres, de cerrar puertas, de dejar de pasear por la vida. Ojalá podamos salir a pelear por que este parón no deje a muchos tirados por el camino. Ojalá la nueva normalidad pueda conservar lo mejor de la que teníamos antes de esta pesadilla. De todo lo que nos queda por delante, lo más sencillo, en serio, es ajustarse bien la mascarilla…

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