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Buzón de Voz

Por los Callejas y Aroas, por una memoria compartida

Jesús Maraña

Probablemente la historia de España sería otra si el espíritu dominante y duradero fuera el del aplauso solidario y agradecido que asomaba a los balcones en aquellas semanas de marzo y abril. Un espíritu que volvió a percibirse esta mañana de jueves en la Plaza de la Armería del Palacio Real durante el primer homenaje de Estado verdaderamente aconfesional, respetuoso con la pluralidad de creencias políticas y religiosas que garantiza la Constitución de 1978 y que jamás se había respetado en las ceremonias oficiales de este tipo. Este país siempre ha escuchado más a los capellanes que a las enfermeras. Ya era hora de avanzar.

La sobriedad del acto cívico organizado en recuerdo de todas las víctimas del covid ha permitido poner en el centro lo que de verdad importa: la memoria compartida. En las palabras del periodista Hernando Calleja no sólo estaba el recuerdo emocionado de su hermano José María, sino el de todos los hermanos, padres y madres, abuelos o hijos que la pandemia se ha llevado sin permitirnos siquiera la despedida (ver aquí). En las de Aroa López no escuchamos sólo la reflexión de una enfermera de Urgencias de Barcelona, sino el sentimiento de todos los profesionales de la sanidad, de quienes estuvieron y siguen estando en la “primera línea”, de “miles de hombres y mujeres que cuidaban de todos” (ver aquí).

“Nos hemos sentido impotentes, con la presión de tener que aprender sobre la marcha, hemos dado todo lo que teníamos y actuado al límite de nuestras fuerzas (…) Hemos sido mensajeros del último adiós de familiares, y nos hemos tenido que tragar las lágrimas cuando alguien nos decía ‘no me dejes morir solo’ (…)”. Ha recordado la enfermera Aroa López no sólo a los sanitarios sino a todos “los que hacen del trabajo sucio la labor más hermosa del mundo”. Y si no lo escribo reviento: quien haya escuchado o escuche a Aroa y no se emocione o no se sienta comprometido a cumplir estrictamente las medidas preventivas contra el covid es que no tiene alma o es imbécil. O ambas cosas.

Hay quienes sólo utilizan la memoria como base imprescindible del rencor. Lástima. Esa gente vive permanentemente enfadada y provocando el enfado de los demás. Pero la memoria colectiva, la que representa ese pebetero rodeado de rosas blancas colocadas por representantes de la sociedad civil, de las principales instituciones del Estado, de la Unión Europea y de (casi) todas las formaciones políticas es exactamente la memoria que permite progresar a un pueblo, que ayuda a no repetir errores, que honra el recuerdo de quienes se quedaron (o los dejamos) injustamente en el camino.

“No se olviden”, ruega Aroa López. Y no olvidar esta tragedia va mucho más allá de una ceremonia emotiva y necesaria. “Quiero pedir a los poderes públicos que defiendan la sanidad de todos”, dijo Aroa y sostienen todas las Aroas que han batallado y siguen batallando en esta crisis de salud pública. Y cuesta muchísimo aceptar que en esa comisión parlamentaria para la reconstrucción resulte tan difícil un acuerdo amplísimo que garantice el refuerzo del sistema sanitario, de abajo arriba. No es de recibo que algunas de las personalidades que esta mañana colocaban rosas alrededor del pebetero sean las mismas que mantienen cerradas las urgencias de centros de atención primaria de Madrid por falta de médicos (ver aquí) o se niegan a atender peticiones de los MIR para sacarlos de la absoluta precariedad en la que trabajan (ver aquí).

Había que escuchar este jueves a Felipe VI abstrayéndose de los asuntos pendientes de resolver sobre el descrédito en el que su padre ha colocado a la Jefatura del Estado. Y si uno conseguía establecer un paréntesis en la memoria referida a ese bochorno, agradecía la referencia a las víctimas de la zona cero de la pandemia, a los miles de personas mayores que han muerto en residencias o en la soledad de sus domicilios (ver aquí). Era necesario ese recuerdo a “unas vidas que cambiaron el rumbo de nuestra historia, afirmaron la libertad y la tolerancia y construyeron día a día el edificio de nuestra convivencia democrática. Unas vidas cuya vocación de concordia nos invita siempre a la reflexión serena y al agradecimiento”. (Ya lo he escrito aquí: deberíamos empezar por pedir perdón a todos los mayores que no hemos sabido cuidar).

No nos engañemos. El acto de este jueves en la Plaza de la Armería es, como explica el presidente del Movimiento Hacia un Estado Laico en esta misma página, histórico por lo inédito de celebrar por fin un funeral de Estado aconfesional, como marca una Constitución que muchos emplean como martillo de herejes pero que sólo cumplen en lo referido a sus particulares intereses o creencias. Pero sólo hubo que esperar al final de la ceremonia para escuchar a unos cuantos afines a la ultraderecha autoexcluida de la misma golpear cacerolas y gritar “asesino” al presidente del Gobierno. Tienen todo el derecho a ejercer su libertad de expresión. Se comprende menos que el líder del principal partido de la oposición eligiera ese escenario para seguir lanzando acusaciones infundadas sobre la gestión de la pandemia o para arrogarse la “defensa de la Jefatura del Estado y de Su Majestad” ante los “ataques que están viniendo de algunos ministros” (ver aquí). Casado sigue compitiendo con Vox a la hora de envolverse en la bandera o de ejercer de guardián de la corona. (Cuídese Felipe VI de cierta escolta).

De este inédito y obligado homenaje, uno prefiere no sacar punta a algunas notorias ausencias (ellos sabrán qué es lo prioritario en su agenda) ni darle demasiado eco al ruido de cuatro cacerolas. Prefiero quedarme con lo esencial: un ejercicio de memoria colectiva que nos ayude a corregir, a sumar, a mejorar. Quien prefiera quedarse fuera es cosa suya. Lo común, lo que de verdad importa, debe seguir avanzando. Por todos los Callejas, por todas las Aroas, por nosotros mismos y quienes vienen detrás.

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