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La mierda los móviles

Raquel Martos

Cuando era niña no existían los teléfonos móviles, entonces era tan impensable imaginar que un pequeño dispositivo nos abriría la puerta al mundo entero, como que una pandemia vírica nos dejaría encerrados. Y aquí estamos.

En mi casa el teléfono fijo tenía candado, para que contuviéramos el gasto, ya lo he contado en alguna otra ocasión, me repito porque algo de traumático tiene ese recuerdo. El día en que el pequeño artefacto y sus dos llaves custodiadas por mis padres entró en casa, el placer de marcar en cualquier momento pasó a mejor vida.

Los padres de aquella generación, en mi entorno social, eran más frugales que Holanda, Suecia y Dinamarca juntos: te ordenaban que apagaras luces, que cerraras la ventana en invierno porque se escapaba el gato y te controlaban el teléfono más que Villarejo, dicen que el señor de la gorra y la carpeta espió 16.500 llamadas para boicotear la entrada de Sacyr en el BBVA. 16.500 llamadas, ni Las chicas del cable

En mi casa, para controlar la comunicación telefónica no hacían falta ni programas Pegasus ni nada, descolgaban el teléfono supletorio y listos. Tú estabas hablando con alguien y, de buenas a primeras, se oía de fondo el batir de un huevo. Alguien había descolgado en la cocina.

El espionaje con programas sofisticados es diferente de aquel. No pillas al que te vigila por sus ruidos culinarios; además, por mucho tirón que tenga Master Chef, no me imagino a nadie de los servicios secretos haciéndose una tortilla mientras busca información.

Mis hermanos mayores conocían las claves para llamar con candado pero nunca me lo dijeron, las tuve que averiguar yo espiándolos a ellos. No me lo ocultaron para protegerme porque yo fuera demasiado joven, en plan Pablo con la tarjeta telefónica de Dina, es que solo pensaban en sus objetivos, mientras ellos pudieran llamar a sus amigos o amigas, todo bien. Sí, la “amistad” ya existía en los años ochenta, no la ha inventado Corinna

Hay un internet oculto, Deep Web, tiene contenidos encriptados y no puedes acceder a través de los buscadores convencionales. No tengo certeza empírica, lo sé porque lo he leído, porque veo series y porque tengo amigos que saben mucho de todo y me fío, pero no porque yo haya entrado, líbreme el señor, soy virgen en Deep WebDeep Web. Tampoco me apetece, lo accesible ya me parece marrón oscuro casi negro…

Internet es como la realidad, que se divide en distintas capas, como la Comtessa o el planeta Tierra –menos para los terraplanistas, que se dividirá en parcelas, digo yo, cual playa en pandemia–. No todos conocemos todas las capas de la realidad, aunque sepamos que haberlas haylas, así que nos entretenemos comentando lo que sucede aquí arriba, mientras lo gordo se cuece en cocinas a las que no podemos acceder.

Vivimos con abnegación, en modo pragmático, fingiendo que no nos enteramos de nada –lo que hacía yo con mis hermanos–. Sólo algunas veces rebasamos el límite y nos dan ganas de gritar como aquella madre cuya bronca se coló en el directo de su hija en Periscope: “¡Me tienes quemadísima. No puedo más con la mierda los móviles”.

El grito desahoga mucho, de toda la vida de Dios, mucho antes de que existieran los teléfonos con muelle, otra cosa es que logre evitar la reincidencia.

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