Desde la tramoya

Peligrosa impostura real

Luis Arroyo

Lo peor de la luna de miel de los reyes en 2004, que hemos conocido en la filtración ofrecida por el Telegraph británico, no es que costara, siempre según el diario, medio millón de euros que pagaron el rey emérito y el armador Josep Cusí. Lo peor no es que estuvieran 22 días en hoteles de las Islas Fiji con precios de entre 600 y 6.000 euros la noche. Lo peor, a mi modo de ver, es que la Casa del Rey se empeñara en hacernos creer a todos que los dos príncipes recién casados eran viajeros austeros y amantes de la España interior más adusta.

Lo peor, en resumen, es la impostura. Lo que más ofende al ver el dispendio de aquel viaje secreto es que para poder ocultarlo, los príncipes Felipe y Letizia montaron un paripé de tres días yéndose a Cuenca, a Albarracín, a Zaragoza, a Sos del Rey Católico, a Olite y a San Sebastián. El gerente del Parador de Sos le dijo al Periódico de Aragón: “No pudimos ofrecerle a la pareja la suite central, porque estaba ocupada, aunque no les importó porque son una pareja sencilla que cenaron y desayunaron en el restaurante del establecimiento los platos incluidos en la carta”.

El problema de querer aparentar ser un ser normal es que de pronto frustras las expectativas de quien descubre que no lo eres.

Durante cuarenta años, los españoles hemos visto como los reyes pasaban unas vacaciones aristocráticas en Palma de Mallorca, y quizá a la mayoría de la población, o al menos a una buena parte, no le parecía tan mal. Luego se hacía el silencio y los reyes y los príncipes, juntos o separados, desaparecían en viajes privados. España toleraba esas licencias, porque no sabíamos lo que hoy sabemos.

Un comunicado como un torniquete

Un comunicado como un torniquete

La comunicación de los reyes no puede ya tomarse esa libertad. La gira que los reyes están haciendo por todo el país para mostrar un perfil cercano, sencillo y frugal, respondiendo de ese modo a la profunda crisis en que la monarquía está sumida, es una buena idea si los caprichos secretos de millonarios no vuelven a repetirse. Nada obliga a un rey contemporáneo a ser un tipo normal. Es justo lo contrario. De los reyes se espera –quien esté dispuesto a tolerarlo, claro– la solemnidad y el boato de los palacios y las cenas de gala y las coronas. Pero si los reyes se empeñan en mostrarnos un perfil a pie de calle, no toleraremos ya nunca más dispendio ni excentricidad alguna, y menos aún si son pretendidamente secretos.

He recordado estos días a Eva Perón. La Evita de los descamisados, la madre de la patria protectora y amiga de los pobres, era conocida también por ser amante de la joyería más deslumbrante y cara. Para ella no era contradictorio y en tiempos de enorme incultura y desigualdad, los pueblos toleraban que los gobernantes, que se percibían como correpondientes a un mundo distinto, hicieran ostentación de sus riquezas. Aún hoy en algunos países con menor desarrollo los políticos, por ejemplo, hacen campaña exhibiendo riqueza, porque parte de su electorado cree que si no son ricos los candidatos cómo van a hacer ricos a los votantes. De modo que la riqueza ni se simula ni se oculta.

Pero aquí y ahora el margen de tolerancia se ha estrechado tanto que los reyes van a tener que sacrificar buena parte de los lujos adicionales a que estaban acostumbrados. Sacrificarlos o, al menos, no ocultarlos. No es necesario que fuercen una noche en habitación doble en el Parador ni que se pongan a la cola en el desayuno buffet. Pero sí es exigible que, si lo hacen, a la semana siguiente no oculten, registrándose como el Sr. y la Sra. Smith, que gastan 6.000 euros en la Isla de Wakaya en el Pacífico.

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