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El amigo invisible y el amigo inviolable

Raquel Martos

Cuando era niña me dio por coleccionar miniaturas de perfume, la inspiradora fue una compañera de quinto de EGB que tenía gran don de gentes para conseguir lo imposible por la cara. Varias amigas la seguimos y fuimos almacenando en nuestras habitaciones infantiles una versión mini del aroma de los mayores.

Las colecciones abren una espita de ansia difícil de controlar. Cuantos más objetos tienes, más quieres, y cuanto más te cuesta obtenerlos, más orgullo y satisfacción.

Casi me obsesioné con las ganas de conseguir diminutos tarritos de esencias gratis. En la droguería, tras pagar el detergente que me había encargado mi madre, preguntaba nerviosa: “¿Tiene muestras?” Y salía de allí con mi pequeño tesoro, más feliz que si volviera de negociar el acuerdo de reconstrucción en Bruselas.

Una noche mis padres salieron a cenar con amigos y a la mañana siguiente encontré una bolsa misteriosa junto a mi cama. Uno de la pandilla era “representante” de Legrain y, al conocer mi afición, preparó para mí un lote tan variado de perfumes, colonias y geles jibarizados que me hice la jefa de la banda de coleccionistas. Aquel regalo de muestras gratuitas fue un mundo para mí.

Esta semana, entre el calor africano y los presuntos regalos del universo campechano, he tenido dos amagos de lipotimia: dos millones a Corinna para pagar el 30% de su mansión de Londres –como cuando el padrino ayudaba a los novios a pagar la entrada del pisito–. Un millón de euros a Marta Gayá para que tuviera “una vida decente” y pudiera continuar con “su tren de vida”, es lo que tiene la alta velocidad…

Estos detalles amistosos se suman a los sesenta y cinco millones en las Bahamas –que no había intención de esconderlos, a ver, por favor–. Según Corinna, eran una “muestra de gratitud” –no confundir con muestra gratuita–.

Este detalle era a su vez un regalo “por tradición saudí” del rey Abdalá –que no había comisión, a ver, por favor–. Nota: Obsérvese la similitud fonética entre “Un regalo del rey Abdalá” y “¿Un regalo del rey? anda ya…”.

En aquella cena, en la que mi madre fue mi “conseguidora”, jugaron al amigo invisible. Ya conocen la dinámica, se pone un precio tope –casi nunca llega al millón de euros je,je,je–, recibes un regalo de alguien cuya identidad desconoces y eres a su vez regalador, sin identificar, de alguien del grupo. El misterio se desvela al final de la fiesta.

Si al final de la fiesta se demostrara que un jefe de Estado, que cobra de los Presupuestos Generales –que pagamos a escote–, ha blanqueado y se ha escaqueado de rendir cuentas con Hacienda –que somos todos–, en realidad y sin saberlo, los regaladores seríamos nosotros. ¿Cómo te quedas?

El pueblo español sería el amigo invisible que habría hecho quedar guay al amigo inviolable. La pregunta es… ¿y nuestro regalo pa’ cuándo?

Ya no colecciono muestras gratuitas, se las regalé todas a una amiga que tenía más ilusión que yo y más paciencia para limpiarlas de una en una. Ya saben, por bonito que se haya hecho el diseño del envase, si no es transparente, pierde el glamour.

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