Qué ven mis ojos

El verbo privatizar siempre acaba con alguien en el cementerio

Benjamín Prado

Benjamín Prado

“Del mentiroso sabes que le entiendes a medias, pero no qué mitad”.

Tomemos como ejemplo Madrid, donde la Comunidad se comprometió para que le sellaran el pasaporte hacia la nueva normalidad a contratar mil sanitarios que se han quedado en cien y un ejército de rastreadores que, sin embargo, ha pasado sólo de ciento cuarenta y dos a ciento ochenta y dos, lo que supone que tocamos casi a uno por cada cincuenta mil personas. Se calcula que cada uno de ellos debe atender más de doscientas llamadas diarias. ¿A alguien le parece todo eso suficiente? ¿Alguien piensa que con esas dotaciones se puede vencer a una pandemia como la del coronavirus? “La enfermedad se hace más fuerte en medio del desorden”, sentencia en un informe que nadie quiso ver y que emitía la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, un organismo avalado por la Organización Mundial de la Salud, Naciones Unidas y el Grupo del Banco Mundial. El aviso que se daba en ese documento resulta estremecedor: si no tomamos las medidas necesarias para enfrentarnos a un reto como el del covid-19, al final podrían ser aniquilados ochenta millones de personas en el mundo y destruirse el cinco por ciento de la economía del planeta. Una catástrofe de la que nadie está a salvo: “El crecimiento demográfico y las consiguientes tensiones sobre el medio ambiente, el cambio climático, la densa urbanización, los incrementos exponenciales de los viajes internacionales y la migración, ya sea forzada o voluntaria, incrementan el riesgo para todas las personas, en todas partes.” Hay quien se cansa de que se le repitan estas cosas, sobre todo ahora que estamos de vacaciones, igual que si la pandemia ya hubiera sido resuelta. O sea, que aquí la enfermedad no existe nada más que para quienes la sufren y lo que pasa en las UCI no sale de los hospitales, así que continuamos lo mismo que en el poema de Antonio Machado, “entre una España que muere / y otra España que bosteza.”

Hoy y de cara al futuro, las dos palabras clave son precaución y prevención, la primera expresa la necesidad de ser cautelosos, no ponernos en riesgo hasta que llegue la vacuna contra este maldito mal, y la segunda define lo que hace falta para que esto no se repita y, si lo hace, no nos vuelva a pillar con la guardia baja. Hay que invertir en Sanidad, fortalecer la industria propia, llegar a acuerdos monetarios como mínimo en Europa que garanticen respuestas inmediatas y eviten que se pierda el tiempo, que además de ser oro es siempre una cuenta atrás. En esta ocasión estábamos desprevenidos porque nos sobrevaloramos, fuimos un blanco fácil y aunque parezca mentira en unas sociedades tan avanzadas, resultó que estábamos indefensos hasta en lo más pequeño y que eso multiplicó quién sabe por cuanto el riesgo: es desabastecimiento de mascarillas y de respiradores, por ejemplo, ha costado miles de vidas, lo mismo que la falta de personal en sanatorios y centros de salud.

Todos estamos en el mismo barco, pero algunos sólo para provocar un motín

Todos estamos en el mismo barco, pero algunos sólo para provocar un motín

Siempre hay una nueva manera de dividirnos en dos y ahora mismo a un lado están quienes creen que saldremos de ésta mejores, más solidarios, más responsables y más capaces de volver a poner en el centro de la existencia al ser humano, en lugar de al dinero, y quienes están seguros de que en cuanto las cosas mejoren y el viento sople otra vez a favor, volveremos a las andadas. A todos nos gustaría que tuviese razón el primer grupo, pero nadie puede estar seguro. Que hacer frente a un virus letal y muy contagioso, del que no se sabía gran cosa hasta que ya estuvo aquí, es enormemente difícil, resulta una obviedad; que tener que hacerlo sin contar con escudos suficientes contra él, agrava la cuestión; y a partir de ahí entran en juego las decisiones políticas de cada momento, algunas tan siniestras como las que se tomaron en la Comunidad de Madrid con respecto a los geriátricos y que condenaron a miles de ancianos.

Si lo tomamos como indicativo, lo que ha pasado y lo que ocurre ahora mismo en la Comunidad de Madrid es para echarse a temblar. Primero por la mezcla de desconocimiento y desconcierto absoluto de sus líderes, que han ido de un lado para otro dando palos de ciego y cuya única explicación a cada evidencia en su contra que dejaba la hecatombe era dar un nuevo salto en su huida hacia delante, atacando al rival con insidias, bulos o medias verdades y sin respetar ni las más elementales normas de la decencia. Y empujados por su necesidad de poner una vez más los números por delante de la salud: parece como si sólo les hubiera interesado pasar de fase y que el fin del Estado de Alarma les dejara con las manos libres para hacer lo de siempre: lavárselas y echarle la culpa al Gobierno de todo lo que pudiera suceder. Y en segundo lugar porque da también la impresión de que la tergiversación de la realidad continúa siendo su arma predilecta: el hecho de que no contrataran a los rastreadores prometidos ocultaba la existencia de brotes, pero se vendía como un éxito de gestión y para sugerir que la amenaza estaba controlada. Es el círculo vicioso en el que a esa gente le gusta bailar. Esperemos que la aplicación de rastreo de contagios que ultima el Ejecutivo, bautizada como Radar Covid, que supuestamente dobla la eficacia del proceso normal y que estará disponible en todo el país a partir del 15 de septiembre, les vuelva a sacar las castañas del fuego.

Lo que venía a decir el informe, al que nadie hizo caso, de la Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación, GPMB en sus siglas inglesas, es que hay que estar preparados para lo peor y eso hará que no lo sea, que su capacidad de destruir se rebaje y sus efectos puedan ser atenuados. Pero cómo iba a estarlo la Comunidad de Madrid, si es la que menos invierte en gasto sanitario público en proporción a su PIB, la tercera que peor paga a sus profesionales y la que menos presupuesto destina a la atención primaria. Aquí los billetes iban a otras partes, servían para hacer otros negocios en los que la ciudadanía no importaba en absoluto. El verbo privatizar siempre acaba con alguien en el cementerio. Y eso es lo que jamás debe volver a pasar. ¿Habremos aprendido la lección? La respuesta, al día siguiente de que nos pongan a todos la vacuna.

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