Desde la casa roja

Lo que no queremos ver

Aroa Moreno

Me encuentro en estos días con una fotografía que había olvidado y me pregunto cómo he podido hacerlo. Se trata de una imagen que fue ganadora de un Pulitzer en 1994. En ella, una niña de uno o dos años con el estómago inflamado, una niña hambrienta y esquelética sobre la arena, apoya su cabeza en el suelo. Unos metros más atrás, un buitre espera. El viernes 26 de marzo de 1993, el periódico The new York Times abría su sección internacional con un artículo firmado por Donatella Lorch titulado Sudán is Described as Trying to Placate The West, sobre la guerra de Sudán y la crisis de los refugiados. La pieza fue ilustrada con esa fotografía, firmada Kevin Carter y el siguiente pie de foto: "En una medida destinada a aplacar a Occidente, el gobierno sudanés está abriendo partes del sur del país asolado por la hambruna a las operaciones de socorro, pero para algunos, podría ser demasiado tarde. Una niña pequeña, debilitada por el hambre, se derrumbó recientemente a lo largo del camino hacia un centro de alimentación en Ayod. Cerca, un buitre esperaba".

La fotografía de Carter tuvo un gran éxito y también una crítica feroz. El St. Petersburg Times de Florida llegó a publicar: "El hombre que ajusta su lente para tomar el encuadre correcto del sufrimiento podría ser un depredador, otro buitre en escena". Carter comenzó a caer. Intentó explicar las razones de la fotografía, pero su vida era ya un caos. Perdía los carretes, fumaba white pipe y arrastraba profundos problemas psicológicos. Sus siguientes trabajos fueron rechazados por baja calidad. Dieciséis meses después de aquella toma, el 27 de julio de 1994, Carter se encerró en el garaje, conectó una manguera al tubo de escape de su coche y murió asfixiado por el monóxido de carbono. Dejó una nota: "Estoy obsesionado por los vívidos recuerdos de asesinatos y los cadáveres y la ira y el dolor de niños hambrientos o heridos, de locos que disparan sin provocación, a menudo policías, verdugos asesinos". También la nota fue cuestionada.

De todo lo que se escribió de aquella fotografía, finalmente, el mundo occidental, para poder soportarla, necesitó imponer su orden y señalar a Carter como culpable de la manipulación. Lo fuera o no, el ruido devoró la información sobre la situación en Sudán, sobre el contexto donde se había disparado esa foto. Se contó que la niña no era una niña, era un niño. Que estaba defecando a unos metros de su aldea, que no estaba desplomada, y que el buitre estaba allí, tal vez, no esperando para devorar su cadáver, sino para comerse las heces. Pero, ¿acaso la fotografía decía otra cosa? ¿No era aquello una niña enferma de hambre y parásitos y un buitre esperando algo? ¿Cuánta información extra aportamos para no herirnos, para convencernos, para mirar hacia otro lado mientras seguimos delante de la imagen?

Dos fotografías de la pandemia cambiaron mi percepción de la tragedia que atravesaba el país. La primera, aquellos catres alineados en un pabellón de Ifema, entonces hospital de campaña, donde hacía tan solo unos meses, yo había asistido a una feria de libros. Fueron difundidas por el Gobierno de la Comunidad de Madrid como publicidad institucional. La imagen apelaba inevitablemente a nuestro imaginario de guerras y epidemias antiguas. La segunda, la fotografía de la morgue en el Palacio de Hielo, con los féretros organizados por orden alfabético que apareció en la portada del periódico El Mundo el 8 de abril. Una morgue donde antes hubo una pista artificial de hielo en un centro comercial, aquello era una detonación en un epicentro de nuestro modo de vida. Sin embargo, las dos imágenes eran bastante asépticas. No aparecían cuerpos ni rostros, pero tenían una narración llena de significados y que chocaba con nuestros aplausos de las ocho de la tarde. Chocaban con la vida a salvo dentro de las casas y con el relato del "todo irá bien". Porque algo estaba muy mal afuera y nos protegíamos o nos protegían de verlo. De nuevo, el rumor giró en torno a la ética, o más bien, a la moralidad que podían tener aquellas imágenes. Creo que en este país hemos visto fotografías que nos mostraron la violencia de forma más directa y cruda. Solo hay que revisar la hemeroteca del 11 de marzo de 2004. ¿Es que no estábamos preparados en 2020 para mirar de frente lo que estaba pasando?

Me parece importante que en esta nueva ola, este rebrote, estos casos que crecen y crecen y que los llamarán como quieran, podamos ser testigos, jóvenes y mayores. Parece que hay una parte del país con la que este 2020 no va. ¿Qué imagen necesitan ver, por ejemplo, los irresponsables que el domingo se concentraron en Madrid? No puede ser que las imágenes de esta pandemia sean estéticas fotografías de calles vacías y gráficas que no sabemos comprender. Dicen que las imágenes tienen dos autores, el que las hace, el fotógrafo, y el espectador que las recibe. Quiero decidir por mí misma qué me hiere la sensibilidad. No filtren tanto el dolor a favor de quién sabe qué. Forma parte de la vida. Confiemos en los fotógrafos y editores que decidirán salvaguardar el honor de las víctimas y protagonistas de las instantáneas y a la vez informarnos. Una pandemia no necesita una ciudadanía que viva naif a caballo de su propia supervivencia. Algo tiene que abrirnos los ojos porque parece que todavía no hubiéramos visto nada.

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