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Desde la tramoya

¡Niños, al cole!

Luis Arroyo

Los consejeros regionales de Sanidad y de Educación van a reunirse la semana que viene para fijar líneas comunes en la vuelta al cole o en su posible retraso. Se critica que lo hagan de manera supuestamente tan tardía. Es injusto, porque en realidad todas las comunidades autónomas tenían un plan con varios escenarios que debían ser reevaluados a diario. Madrid también. En Madrid los colegios recibieron en julio una previsión general de cuatro escenarios: 1) la pandemia sigue remitiendo: escolarización presencial general con medidas de seguridad; 2) rebrotes y crecimiento de la infección: escolarización presencial solo parcial; 3) agravamiento de la pandemia: cancelación de clases presenciales y escolarización solo a distancia; y 4) desaparición de los contagios: vuelta a la antigua y añorada normalidad.

Por lo que ha dicho el consejero de Sanidad de Madrid, pinta que nos quedamos en el escenario 2, que nuestros niños irán al cole por turnos o algo parecido y el resto lo tendrán que cursar online, como en primavera. A menos que alguno de esos consejeros, o el Ministerio de Illa o el de Celáa –que desde el fin del estado de alarma ya no tienen el control de las decisiones– pongan un poco de audacia y de prudencia.

Como no soy epidemiólogo (aunque lo fuera no podría emitir una opinión imbatible, porque aún se sabe muy poco del virus), he estado buscando lo que se dice, en español y en inglés, sobre el particular. Hay mucho escrito y nada concluyente. El mejor resumen de lo que yo he encontrado es de la revista Science (aquí puede verse completo).

Algunos países nunca cerraron sus colegios, como Suecia, Nicaragua o Taiwán. A principios de junio, más de 20 abrieron sus aulas después de varias semanas de confinamiento, adoptando diversas medidas de seguridad. En unos centros se separaba más de lo habitual a los niños, en otros se imponían mascarillas sólo al entrar, en otros durante todo el día... Lamentablemente, señala Science, no hay pruebas contundentes de ese masivo experimento de apertura, que el resto del mundo podría utilizar ahora para abrir sus colegios. Sin embargo, los redactores de la prestigiosa revista señalan que “cuando observamos las estrategias de reapertura desde Sudáfrica hasta Finlandia o Israel, surgieron algunas pautas alentadoras”.

Parece bastante probable, por los estudios hechos, que los adolescentes y, más aún, los niños, se contagian y transmiten menos el virus que los adultos, además, por supuesto, de no sufrir generalmente sus consecuencias de manera tan grave. Algunos países europeos han partido de esa suposición para abrir sus aulas aun tomando medidas de seguridad adicionales.

Primero está la distancia social. En Países Bajos han separado a los alumnos de cada clase en dos mitades, pero dentro de esos grupos, a los menores de 12 años no se les fuerza a mantener la distancia con sus compañeros. Dinamarca, que fue el primer país en abrir, fijó también grupos pequeños de alumnos que podían encontrarse sin separación en los recreos. Finlandia siguió una línea parecida. Las tácticas son tan imaginativas que en Bélgica algunos colegios han dado clases en iglesias para dispersar a los alumnos.

Si la distancia es difícil de mantener, o auún con ella (en España parecemos especialmente proclives a restringir con especial dureza) está la mascarilla. En Asia es frecuente en las aulas, como en el resto de la vida social. Mucho menos en los colegios europeos. Transcribo aquí el resumen que hace Science: en Alemania hay que usarlas en los pasillos y en el baño, pero los alumnos pueden quitársela luego. Austria empezó del mismo modo cuando reabrió, pero al observar que no había especial contagio en las escuelas, aparcó la exigencia. En los países nórdicos, en Reino Unido o en Canadá, la mascarilla es solo opcional.

Con todas las protecciones que se tomaran, la probabilidad de que haya contagios en algunas aulas es alta, por supuesto. Y de nuevo las tácticas de cada país difieren. En algunos casos se cierra todo un colegio por un solo caso, como sucede en Israel, que desde que reabrió ha tenido que cerrar temporalmente 355 escuelas, una fracción de las 5.000 que hay en el país. En otros casos, como en Alemania o en Canadá, se aísla y se pone en cuarentena por quince días a los compañeros y los profesores de quien da positivo, pero el resto de las clases siguen.

En definitiva, muchos países están siguiendo medidas de muy diverso tipo para poder mantener sus escuelas abiertas. A diferencia de las enormes dudas que la comunidad científica tiene sobre el funcionamiento del nuevo virus y su capacidad de contagio y las maneras de afrontarlo, hay unanimidad entre los pedagogos, los psicólogos y los sociólogos: debe hacerse todo lo posible para mantener las clases presenciales. Los niños que durante demasiado tiempo no van al colegio sufren enseguida las consecuencias: déficits en el aprendizaje, ansiedad o depresión, sedentarismo...

Los efectos sociales son también gravísimos: aumentos del maltrato infantil al perderse la detección escolar y al incrementar la tensión familiar, dificultades de conciliación, especialmente para los trabajadores menos cualificados, o incremento de la desigualdad social por el efecto de la brecha digital. La educación online es un curioso experimento que hemos hecho unos meses, pero mantenerlo por mucho tiempo –y aquí sí hay consenso científico– tendría desastrosas consecuencias sobre los niños, los estudiantes y la sociedad en su conjunto.

No soy terraplanista, ni admirador, al menos no en su faceta como gurú, de Miguel Bosé. Me produce sarpullido el rechazo hostil de la extrema derecha a las medidas de control como la mascarilla o el distanciamiento. Comparto por tanto con la inmensa mayoría de mis conciudadanas y conciudadanos la aceptación disciplinada de las coerciones que se nos ponen. Incluso aunque me parece una tontería que me obliguen a ponerme una mascarilla para pasear por una playa solitaria o en un bosque, yo me la pongo. Pero me parece que aquí en España el asunto se nos va con demasiada frecuencia de las manos, y que andan nuestros líderes ya en un miedo tal a que no se les acuse de imprudentes, que hay una competición por ver quién es el que aplica las medidas más drásticas.

Hoy uno dice que España está ya en una segunda ola. La otra, en Baleares, nos anuncia la muerte de muchos que está por llegar. Y en la Comunidad de Madrid, un genio de la publicidad hace un anuncio que sugiere que con la mascarilla hace calor, pero que más calor hace en un crematorio. Literal.

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Basta con mirar los datos para ver que, como ha afirmado literalmente Fernando Simón, tenemos “un problema de comunicación”. Como cada día se cuentan los casos positivos que se detectan, y ahora se hacen muchas más pruebas, aparecen muchos más casos. Por cierto, muchas de esas pruebas, negativas, pasan desapercibidas al sistema. Yo ya llevo tres hechas: dos de las rápidas y una de las completas, y ninguna ha sido reportada al sistema de salud, porque no es obligatorio hacerlo. En otros países toda prueba que se haga debe comunicarse a las autoridades.

El problema, por tanto, no es el número de casos de contagio. Por mucho que los medios y las autoridades los reporten. No tiene ningún sentido hacerlo. Porque esa cifra depende del número de pruebas que se realicen. Sólo hay tres cifras que son fiables más o menos al cien por cien: el número de fallecidos, el número de hospitalizados, y el número de personas en UCI por (o con) coronavirus. Es una cifra disponible cada semana; en algunas comunidades, cada día. Pues bien, siendo cierto que esa cifra ha subido en las últimas semanas, está muy lejos, lejísimos, del repentino tsunami que tuvimos en marzo y que colapsó nuestro sistema. Porque estamos más preparados, porque estamos siendo precavidos, porque en su inmensa mayoría la gente se comporta bien.

Otros países parecen haber entendido que no puede extenderse demasiado miedo en una población, porque sus consecuencias pueden ser peores incluso que las del virus. Pero en España la tendencia parece ser otra: miedo y más limitaciones. Con la hostelería, el turismo, la cultura y el ocio destrozados, millones de familias con su economía gravemente dañada, un descenso de nuestro PIB del 18%, el mayor de Europa... Con un destrozo social y económico de tal dimensión, es un error en mi opinión extender aun más el miedo entre la población. Encerrar a los niños en casa, aunque sea por turnos, sería una medida muy garantista para los gobernantes, para evitar que se les acuse de imprudentes, pero haría mucho daño a nuestros hijos y nos haría mucho daño a todos.

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