Dichoso verano

Episodio 4: cuatro 'influencers' que me la guardan

Raquel Martos

Dormir la siesta era un castigo. Un castigo para los niños, claro, para padres y abuelos era la salvación. La siesta era la vacuna que les inmunizaba, durante un rato, contra la turra de vocecillas de helio que amenizaba las vacaciones.

Con el regusto a albaricoque en la garganta te mandaban a tu cuarto y sin recitarte “cuatro esquinitas tiene mi cama”, ni nada, echaban las persianas.

A veces enredabas para que cambiaran de idea, que querías ordenar tu cuarto, que te habían entrado ganas locas de darle a las Vacaciones Santillana, pero no colaba. En casa había mando único y un lema: “Que no te lo tenga que repetir”. A la segunda que te repetían “que no te lo tenga que repetir”, plegabas velas.

Cuando un adulto bajaba la persiana de tu dormitorio, se oscurecía el mundo. Era un drama, un sinsentido, un sinvivir. La siesta era el vacío, el mutismo, era Rafael Hernando sin Twitter.

Aquel descanso obligado parecía eterno. “¿Cuánto falta, falta mucho?”. Era el aburrimiento supino. ¿Recuerdan la última vez que se aburrieron? Yo no. Hace tanto que no lo siento, que ya lo echo de menos. No me aburrí ni en el confinamiento y lo pasé sin levadura…

El aburrimiento es un sentimiento ligado a la infancia y a la vejez, los mayores también se preguntan: ¿cuánto falta, falta mucho…?

Pero hay un tramo central en el que aburrirse no procede. El adulto abandona el aburrimiento por la preocupación y se pierde el placer del muermo. Quién pudiera ahora cambiar angustia por tedio…

Claro, eso antes yo no lo pensaba. ¿Cómo iba a encontrarle algún encanto al aburrimiento, si jugar, descubrir y probar era mi leitmotiv? O años más tarde, cuando salía sin padres, ¿cómo iba a encontrarle placer a mirar al techo, si yo cerraba más discotecas que Illa?

En la niñez nos parecía tan absurdo que los adultos quisieran dormir, como a ellos nuestro empeño por no hacerlo. Cada etapa vital tiene su mirada propia sobre el mundo: no queremos lo mismo, no nos satisface lo mismo, no nos asusta lo mismo…

En estos días, en los que a muchos adultos nos cuesta coger el hilo de la siesta porque hemos vuelto a la curva en la que ya nos estrellamos, no solo chocan las conciencias de los responsables y los irresponsables –dicotomía más vieja que el hilo negro–, colisionan también las miradas generacionales.

El doctor Simón ahora –algunos llevamos meses insistiendo en ello– pide la colaboración de los “influencers” para que ayuden a transmitir la gravedad de la situación a sus seguidores y hay quien cree que esto no pasa de ocurrencia.

Yo pediría, con cariño, a los escépticos razonables que le den una vuelta a la idea. Si nos aferramos a la canción de nuestra vida, sin tratar de escuchar la música que mueve a otros, nos quedaremos bailando solos. Cuando los adultos nos empeñamos en contarles a los adolescentes y a los más jóvenes nuestro mundo, sin querer saber nada del suyo, pasan un huevo de nosotros, “en plan”, un huevo. Más vale que seamos conscientes de ello.

Una mascarilla que nos tape los ojos y los oídos solo nos protege de ver y oír lo que sucede, no significa que deje de ocurrir… La soberbia generacional suele ser improductiva y en tiempos duros –en los que toda ayuda es poca–, más.

Ahora, si me perdonan, me voy a echar una siesta que no se la salta un influencer.influencer

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