Qué ven mis ojos

Sólo dicen que todos son iguales para hacer ver que son igual de sinvergüenzas

Benjamín Prado

“Hay quien prefiere que todo vaya mal porque es el único modo que tiene de estar a la altura de las circunstancias.

“Uno deja de ser un gobernante para convertirse en un estadista cuando empieza a pensar en las siguientes generaciones en lugar de en las próximas elecciones”, decía Churchill. En este mundo entregado a lo inmediato y al sálvese quien pueda, hasta tal punto que parece que la única manera de habitar el planeta sea destruirlo, no parece que esa idea haya calado. La primera consecuencia de este toma el dinero y corre que impera hoy en la esfera política es que todo vale si te lleva hasta el poder, así que la única estrategia contra el rival es el golpe bajo y el único plan de acción es la guerra sucia. En ese ring de lodo, era inevitable que resurgiese la ultraderecha y que su veneno ideológico volviera a ser una bebida de curso legal. “¿La gente está loca? No, la gente está manipulada”, sostenía el novelista José Luis Sampedro. El argumento tiene un peligro, que es el de otorgarle cierta impunidad a quien insulta, difama o acosa, que al final siempre puede declararse teledirigido por otros, víctima de un engaño: “No soy yo quien grita por un megáfono ante la casa del vicepresidente Pablo Iglesias y la ministra Irene Montero, ni quien lanza piedras o pelotas de tenis contra sus ventanas, me han traído hasta aquí con engaños, yo sólo seguí las banderas”. Más preocupante aún resulta el silencio de tantos ante lo que no es más que una intimidación mafiosa, ilegal y, sobre todo, inaceptable en una sociedad libre.

Será eso, porque si en una sola cosa son maestros los enemigos de la democracia, que eso es lo que son quienes le hacen trampas, es en el arte de la manipulación, y si de algo sufren quienes los siguen es de ceguera: nunca ven, nunca saben, nunca están implicados en lo que hacen ni aceptan ninguna clase de responsabilidad con respecto a sus actos, un extremo de la irresponsabilidad que raya con el cinismo y que está haciéndose evidente en estos tiempos de pandemia, cuando vemos a esas personas de todas las edades y nacionalidades que no toman precauciones, se saltan las normas, ponen en peligro a otros y en algunos casos llegan a negar que el coronavirus exista, los más célebres para darse publicidad gratuita y los otros porque cualquier disculpa es buena a la hora de hacer lo que no se debe, lo mismo vale una celebración deportiva que una manifestación de negacionistas. Cuando ellos o sus familias estén en una UCI, culparán al Gobierno.

Otro aspecto siniestro de este combate soterrado por el poder que aquí hay quien pone por encima de la salud de las y los ciudadanos, dejando meridianamente claras sus intenciones si lo alcanzaran, es que en nuestro país la oposición sólo arrime el hombro si es para empujar al adversario y hacerlo caer, y que su única actividad conocida en estos momentos dramáticos sea la de intentar hacer caer al Gobierno y lanzar ataques por tierra, mar y aire a Unidas Podemos, el partido que consideran su peor amenaza. Y en este sentido se produce una situación carnavalesca, que es el intento de demostrar que tienen razón quienes sostienen que todos son iguales y que eso se demuestra por el hecho de que las nuevas formaciones sean igual de sinvergüenzas que las antiguas. El PP pide la comparecencia de Pablo Iglesias en el Congreso para que explique las acusaciones de haber usado dinero sucio en la última campaña electoral, y justo salta la noticia de que ellos pagaron cuatrocientos once mil euros en esas mismas generales a una empresa en manos de los autores de una viscosa campaña contra el PSOE y UP en la que se produjeron bulos, se suplantó la identidad de figuras públicas a las que se atribuía un desencanto con la izquierda que alentaba a no ir a votar. No es de esperar que la nueva portavoz de los conservadores registre también en este caso una petición de comparecencia “para que Casado no se esconda”, como ha dicho que hace Iglesias. Hay que darle la razón, por una vez, al Pablo Casado que se trastabilló en una comparecencia pública, en el mejor estilo de M. Rajoy, para enfatizar que “el Partido Popular sí que tiene credibilidad para hablar de corrupción, porque es nuestra seña de identidad y nadie le puede dar lecciones de corrupción”. No le toco una coma a ese discurso.

No, aquí la frase de Churchill no ha cuajado, y ahora más que nunca, dada la situación que sufrimos, se ve con una nitidez absoluta. Lo que está diciendo y no está haciendo, por ejemplo, la presidenta de la Comunidad de Madrid es, entre otras muchas cosas, de una falta de humanidad aterradora, porque un día sí y otro también deja claro que los muertos de la primera ola y los de la segunda son en su opinión un asunto secundario, una disculpa para hacerse una foto llorando lágrimas negras, tan oscuras como la tinta con la que firmaron el protocolo que prohibía trasladar a los mayores afectados a un hospital, y que lo único que les importa a ella, a su jefe y a sus socios es mantener el puesto y que seguro que a base de decir que dos más dos es igual a Venezuela, se va de rositas de lo que ocurrió en las residencias de ancianos que estaban bajo su mando cuando se desbordó la tragedia, esa red de geriátricos privados transformada en corredor de la muerte donde los ancianos fueron abandonados por orden suya o de sus manos derechas y donde la situación, por cierto, vuelve a ser muy preocupante. Y fuera de ellos, lo mismo, porque hay miles de contagios cada jornada en una capital que en pleno agosto está medio vacía, porque unos se han ido de vacaciones y otros han huido, así que la pregunta es obvia: ¿qué va a pasar cuando estemos todos de vuelta? La única respuesta que se le ocurre a la inenarrable Ayuso es que, pase lo que pase, la culpa será de los demás. Qué pena que no tengan un poco menos de alma y un poco más de corazón. Mientras eso llega, si es que lo hace, seguimos sin creernos ni el cincuenta por ciento de lo que nos cuentan, porque tienen demasiado que callar para que podamos fiarnos de lo que dicen. Y al liante siempre se le entiende a medias, pero nunca se sabe qué mitad.

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