Desde la casa roja

Madrid 2040

Aroa Moreno

Nadie relata mejor que mi madre. A veces, envidio esa capacidad suya por el detalle verdadero, por el subrayado elemental para entender de qué van las cosas. Extracta perfectos los diálogos. Prefiero, incluso, no llegar a ver aquello que me cuenta y quedarme con la construcción ideal en ritmo y trama de lo que ella ha visto. Y además su voz. Pero el otro día, tomando un café temprano, a dos metros de distancia y enmascaradas, me insistió: la tienes que ver. Luego me cuentas. No hablaba de Patria. Esa noche, me puse el primer capítulo de La valla. La valla.

La valla es una serie española protagonizada por Ángela Molina, por su hija Olivia Molina y por Unax Ugalde. Es una distopía levantada sobre la ciudad de Madrid que cuenta cómo después de una Tercera Guerra Mundial que ha acabado con casi todo lo que conocemos y ha dejado la epidemia de un virus sin vacuna, un padre y una niña llegan a la ciudad para reencontrarse con su familia. Antes de entrar en Madrid, los militares les revisan bien la documentación y les fumigan. A la primera tos, la policía cae sobre aquellos que pretenden acceder enfermos.

El escalofrío llega con la Castellana vacía, la falta de suministros, el Reina Sofía tapiado, la Puerta del Sol oscura ya no solo en su memoria, todo ese gris-dictadura, soldados y enfermeras. Llega cuando los dirigentes, el estado militar, sigue llevando una vida más o menos normal al otro lado de un muro. Y el pueblo sobrevive más que precario en los barrios. El temblor llega y sube por la espina dorsal con las palabras de Ángela Molina, porque de esa boca una se cree todo lo que salga: la gente eligió un Gobierno que les diera seguridad y a cambio les quitaron lo más valioso que tenían las personas, la libertad. Cuidado.

El otro día, una amiga me decía que escribiera sobre algo positivo que hubiera traído el covid-19. Empiezo a sentir que a la gente le cansa la realidad y se encierra en sus pequeñas burbujas asequibles. Yo no le encuentro nada positivo a esto, le respondí. Al principio, a lo mejor, también hice como que aquí no pasaba nada y horneé un bizcocho y toqué la guitarra. Ya no. Me muero por cosas pequeñas como darnos un abrazo largo. Por acurrucarme tranquilamente en el pecho de un desconocido sin pensar en su historial médico. Por hacer una comida en mi casa, equivocarme de vaso y partir con las manos el pan. De qué quieres que escriba, le respondí, ¿de que hay menos tráfico en las carreteras?. Y así coincidí con la serie: ahora hay menos ruido, dicen a una niña a la que intentan explicar el pasado, ya no hay atascos. El medio ambiente ha notado la retirada de los humanos. Pero el mar nos escupe ya las mascarillas.

Hemos aprendido a fuerza de 2020 lo que es una distopía: la representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de esa alienación. De Aldous Huxley y su mundo feliz seguro y libre de enfermedades pero inaceptable, a El cuento de la criada, de Margaret Atwood, donde tras el caos medioambiental, se levanta un Estado totalitario, teocrático y fundamentalista.

Debemos cuidar aquello que vamos entregando a cambio de la supuesta seguridad. Creíamos que el trueque consistiría en que nos iban a geolocalizar, a pedir nuestros movimientos y contactos a través del teléfono. Pero eso ya estaba. Si alguien me hubiera enseñado hace un año imágenes como las que tuvieron lugar en Vallecas la semana pasada, habría pensado que son un montaje. ¿Cómo iba a explicarse que la policía iba a pegar a los ciudadanos de algunos barrios de Madrid delimitados para controlar que nadie pueda salir o entrar de ellos excepto para ir a trabajar porque hay un virus nuevo? No, no lo habría creído. No perdamos de vista el horizonte anterior.

¿Qué hubiera pensado si alguien me dice que en ruedas de prensa simultáneas y televisadas unos políticos no iban a ponerse de acuerdo en cómo salvarnos del contagio? ¿No les asombra todavía ver esas carpas en la puerta de los ambulatorios, las colas de gente, a los sanitarios con esos trajes galácticos de protección? ¿Cómo se nos explicaría que se prohíba hablar a los sanitarios y profesores con los medios de comunicación para así generar un relato ficticio y sesgado políticamente de lo que sucede?

Isabel Díaz Ayuso, te la recomiendo, cuando llegues a casa, si a lo mejor yo me equivoco sobre ti y en realidad no consigues dormir y das vueltas insomne porque te preocupa la seguridad de millones de personas que viven en la región que tú presides, ponte un capítulo de La valla. Y mira tu Real Casa de Correos sin banderas, negra y vacía, sin su estado socioeconómico alrededor. La diatriba no es economía o salud. Dejó de serlo hace tiempo. A veces, las ficciones nos explican mejor la vida que la vida. Y su posible futuro.

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