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Aquí me cierro otra puerta

Cuando ya no importan tres 11M

Quique Peinado

Dice Isabel Díaz Ayuso que no se trata de confinar al 99% de la población para que se cure el 1%. En Madrid, el 1% de la población son unas 66.000 personas. Suponiéndole al virus una tasa de mortalidad del 1%, cifraríamos el precio del confinamiento en 660 vidas para la presidenta de la Comunidad de Madrid. Como diría Pablo Casado, tres 11M.

Hablemos ahora del confinamiento que "sufre" Madrid. Un ciudadano normal ha tenido que sacrificar, básicamente, las siguientes cosas: tener que esperar más para encontrar sitio en un bar o un restaurante por las limitaciones de aforo; esperar algo más en una tienda; no poder ir a un bar a partir de las 22:00; no poder ir a una casa de apuestas a partir de las 23.00; no salir de tu municipio más que para lo imprescindible, que si vives en Madrid capital se traduce en la agobiante y claustrofóbica sensación de no poder salir de una ciudad de cuatro millones de habitantes. ¿Es un sacrificio grande? No lo es. Es una mierda de sacrificio para evitar tres 11M. Pero ahora esas vidas ya no importan, porque son el precio a pagar por una batalla política en la que nos ha embarcado Díaz Ayuso a los madrileños. Es así de simple y así de tremendo. Y lo ha enunciado ella sin mayor rubor.

Y no solo eso. Que 66.000 personas enfermaran en Madrid, aparte del sufrimiento intrínseco que conllevaran y las terribles consecuencias físicas, económicas y mentales que pueden afrontar incluso si no mueren, traería consigo un tremendo desgaste de una sanidad pública destrozada y agotada, con unos profesionales viviendo otra pesadilla que, parece, a Díaz Ayuso tampoco le importan. Ni siquiera que cada infectado pueda conllevar que su empresa tenga que parar unos días por una cuarentena o que las clases de sus hijos tengan que parar, o que, oh giros del destino, las clases confinadas lleven a trabajadores a tener que quedarse en casa a cuidar de sus criaturas sin que nadie les dé una baja. Cada positivo puede frenar durante 10 días la vida (y la economía) de decenas de personas.

Evidentemente que esta pandemia está teniendo y va a tener unas consecuencias económicas tremendas. Podríamos sentarnos a hablar de por qué y hacia dónde debemos ir para que no vuelva a suceder, pero no es lo que nos ocupa. Tampoco, siquiera, analizar si una economía puede recuperarse sin controlar una pandemia. Hablemos de sacrificios personales y de vidas. Y, llegados a este punto, todos los gobiernos (el central también con algunas decisiones que tomó) ponderaron el riesgo de perder vidas por reanimar una economía que, efectivamente, también costará tremendos dramas si no se revitaliza. Lo harán todos porque es su deber y porque gobernar es tomar decisiones dolorosas e impopulares. Y que no te permitan dormir tranquilo, entiendo.

El problema es considerar que no poder ir a un bar por la noche o estarse unas semanas sin ir a la casa de la playa no sean sacrificios necesarios para salvar vidas y cuidar a los que nos cuidan. El desastre es vivir en el egoísmo criminal de trocar vidas por comodidades. La tara colectiva es no asumir y proteger a quienes van a perder económicamente durante un tiempo para abrazar la vida y la integridad de cientos o miles de conciudadanos. El desastre vital y social lo protagonizan quienes dicen que se queden aislados ancianos deprimidos y muertos de pena para poder seguir yendo a un restaurante o el fin de semana a comer cochinillo en Segovia.

Lo terrible es que está todo mal, que estas opciones no son minoritarias y que la presidenta de una Comunidad (y, vistos los hechos, el principal partido de la oposición) asumen este discurso deshumanizado como hegemónico, deseable y esgrimible. Y que arañar votos a la ultraderecha o desgastar a un Gobierno, por muy cuestionable que este sea, no puede hacerse a través de mecanismos intelectuales tan criminales.

Ahora a Pablo Casado parece que no le quitan el sueño tres 11M en Madrid. En nuestra mano está que sí nos importen a nosotros.

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