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Desde la casa roja

Cinco horas con Miguel

Aroa Moreno

No sé cuánto tiempo se extiende la lectura de un libro. Nunca lo he sumado. Depende de las páginas, claro, y de la complejidad del texto, del propio ritmo que el autor nos impone, de otras cincunstancias ineludibles y ajenas a la obra. La vida. Vamos a suponer que, en cinco horas, para que cuadre la gracia del título del artículo, ustedes se leen una novela, que esa novela les habla de un presente local, casi antiguo, apegado a la tierra más concreta, de unos personajes levantados de la nada, polvo que camina, probablemente inspirados en hombres y mujeres, quizá no solo en uno, sino en varios, gentes de carne y hueso que fueron, que estuvieron, que anduvieron una vez por los paisajes. Gente muchas veces frágil. Muchas veces ignorada. Los vulnerables. Que para que se produzca el encuentro, alguien se respondió una a una a todas las preguntas surgidas de la escritura, que fueron muchas. Y que decidió lo correcto. Lo correcto es lo que ese libro en concreto le pedía y no lo que le exigían otros. Literatura. Que después de los años, esa obra pasa por las manos de varias generaciones de lectores y que deciden dejarse en ella, pongamos, cuatro, cinco horas. Y que después cierran ese libro y ellos también caminan. Y que ese libro les sigue contando cosas. Asuntos que varían porque atraviesan la luz que cada tiempo impone. Libros que, de alguna manera, les cambian la vida porque siempre los recordarán. Igual que antes cambiaron la vida de otros.

Era domingo aquella tarde de los noventa en que saqué Los santos inocentes de la pequeña librería de mis padres. Un libro blanco y pequeño que alguien ya había leído con un paisaje en su cubierta, lo editaba Planeta y llevaba impresa una etiqueta que anunciaba los 123.000 ejemplares vendidos. Lo tengo aquí delante ahora mismo mientras escribo. De aquello hace, tal vez, veintinco años, y aún recuerdo el asombro que me produjo. Entonces, ¿esto puede escribirse así? Recién abandonado El barco de vapor, sometida a las lecturas medievales que la escuela imponía, me encontraba esa vida desconocida para quien se ha criado en la periferia de Madrid, pero reconoce como suyas las raíces del campo familiar de la meseta. Cuál era esa forma de contar que enfocaba en el sometido, en el humillado y los ofendidos. Por eso, cuando días después, en un viejo televisor con vídeo incorporado que entonces utilizaba mi padre para sus presentaciones comerciales, sola en mi habitación, vi la película de Mario Camus basada en la novela, yo ya conocía el mascar de la nada del Azarías, a Régula, a Paco, a Nieves, su aspereza y ternura, su vida castellana, realista, poética y trágica.

Diálogos desde la prehistoria

Diálogos desde la prehistoria

Diez años después, en la terminal del aeropuerto de München, tirada en el suelo y con un retraso de casi un día entero del vuelo que me devolvería de Baviera a mi casa leí la que fue su última novela. Aquella primavera, en vez de embutidos y aceite, que era lo que recibían los Erasmus, mi madre me había enviado un par de jerseys, Dos mujeres en Praga, de Juan José Millás, y El hereje, de Delibes. Pero la vida de estudiante despreocupado de la vieja Europa del euro recién nacido no me había dejado abrir el libro y ahí la tenía, intacta, entre un montón de ropa sucia y mucha pena por tanta despedida. Con las cuatro monedas que me quedaban bien racionadas para comprar agua y ese libro, sobreviví horas y horas de espera, completamente abstraída de lo que sucedía. De nuevo, el impacto se producía, primero para derribar la insolencia de una pregunta: cómo un hombre que había ganado un Nadal en 1947 podía seguir escribiendo y levantar esa trama que me tenía en vilo mientras despegaron y aterrizaron cientos de vuelos, mientras me saltaron miles de pasos.

Después llegaron más, Menchu y Mario, Las ratas o El camino. Horas de mi vida sumergida en las páginas de ese autor castellano, horas que recuerdo perfectamente porque siguen formando parte de una de mis memorias más importantes, la literaria.

El día 17 de este mes de octubre se cumplen cien años del nacimiento de este autor vallisoletano. Imagino a Delibes, sonriendo, ante aquellas imágenes insólitas que pudimos ver en la primavera: los animales tomando las ciudades, los jabalíes bajando hasta la misma plaza, todos esos semáforos dando paso a la nada y las avenidas vacías bajo aquellos días de lluvia intensa. Vuelvan a Delibes en estos días de tanto ruido, calmen la rabia y el miedo, echen sus horas, las que sean, en su lectura (o relectura), apacigua el ánimo como ese paseo en bicicleta que tanto le gustaba y sus novelas, como pedalear, tampoco se olvidan.

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