Desde la casa roja

Mamá, tengo miedo al virus invisible

Aroa Moreno

Es difícil no poder decirle a un niño que tiene un miedo real que todo esto pasará sin mentir. Lo es porque es difícil también no tener una fecha para decírselo a una misma. Todas esas frases que empiezan diciendo “volveremos a”. Él caminaba por esta nueva normalidad de mi mano y yo creía que se sentía a salvo. Luego, empecé a pensar que, con cuatro años, todos sus recuerdos previos a la pandemia estarían desapareciendo: la casa llena de amigos, los cocidos del domingo en casa de la abuela pegados unos a otros en la mesa de la cocina, la carita fría y roja porque el viento le pega en las mejillas sin mascarilla, esa sala de cristal de la entrada del colegio donde esperaban a la salida de las extraescolares amontonados, pringosos después de la jornada, hacer vaho para dibujar en los cristales de invierno en el autobús. Porque él reconoce la pandemia como una extrañeza, pero la vieja normalidad va quedando diluida muy atrás en su memoria, borrada por la amnesia infantil que nos impide recordar nuestros primeros años en la vida. “Mamá, Manuel me ha dado un abrazo en el patio”, me dijo hace poco.

Así advertí su miedo. Mi hijo se chupa el dedo pulgar desde antes de nacer. Es una forma común de consuelo para muchos niños que no admiten el chupete. La otra noche no se podía dormir y daba vueltas en su cama. Primero, se levantó y pidió que le lavara las manos porque se había tocado las plantas de los pies. Luego, volvió a llamar diciendo que había tocado la mesilla y quería volver a lavarse las manos. ¿Qué está pasando?, le pregunté. ¿Está el virus en las cosas? No, le dije, sin saber ya si mentía o no. Pero es invisible, respondió, ¿cómo lo sabes? ¿Puede el virus subir a un primer piso? Intenté explicarle sin darle mucha relevancia que en casa estábamos a salvo y que para los niños el virus es como un catarro leve. Prométeme que puedo chuparme el dedo. Por favor, hazlo, le dije. Fue una noche larga para los dos. Para su temor y para mis contradicciones. De golpe, dejé de pensar que el temor solo lo tenía yo y que ya no bastaba con que yo me mostrara tranquila y le diera seguridad.

¿Qué debemos explicarle y qué no a un niño de cuatro años, qué a uno de cinco, de diez, cuya vida ha cambiado pero no tiene las herramientas para manejar racionalmente la situación? Nunca quisimos aislar a nuestro hijo de lo que está pasando porque nos está pasando a todos. Y él también forma parte. Se lo explicamos con tranquilidad, con una confianza en un futuro sin covid y con optimismo. Evidentemente, no le exponemos a informaciones ni conversaciones adultas, pero su vida, como la de todos, incluirá este año 2020 en el que llevamos mascarillas y un spray de alcohol en el bolso. En el que estuvimos más solos. Más nerviosos. No puedo no decirle que, a veces, no solo de forma individual, sino colectiva y global, nos pasan cosas adversas que no está en nuestra mano cambiar. Su seguridad es lo primero, pero también lo es que su vida siga adelante, que regrese del colegio feliz cada día porque ha aprendido algo o que pueda jugar con los amigos durante esas infinitas horas que un adulto es incapaz.

La alteración de las rutinas, la interrupción de su aprendizaje, la prohibición de acudir a sus lugares de recreo, una amenaza que los adultos, ni padres ni figuras públicas, controlamos y que, además, no vemos, o el cambio en la forma de expresar las emociones, se han convertido en la tormenta perfecta para que un niño sienta miedo. La personalidad del niño, su madurez o su inteligencia, la suma de factores de riesgo dentro de los hogares o de forma positiva la ausencia de los elementos de peligro externos que anteriormente acechaban al niño cambiarán su forma de enfrentarse a la pandemia y asumirla.

Pero esta situación también puede derivar en una forma de pensamiento que antes de la enfermedad no había sido llamada a formar parte tan intensa de la vida de los menores. Lo positivo es que podemos explicarles cómo con sus acciones, salir de casa lo menos posible, cuidar y proteger a los abuelos, ponerse mascarilla o seguir ciertas normas tiene una consecuencia casi inmediata en el bien común. O por qué es vital que todos tengamos acceso a la sanidad y a la educación. Y ese bien común, lo de todos, era un concepto algo abandonado en los últimos años. La infancia se estaba convirtiendo en una isla donde se imponía el individualismo y el capitalismo, no entendido como consumismo, sino la inmediata consecución de todo deseo, incluida la rentabilidad de las educaciones y sus prestigios, por encima de otros valores que alguna vez estuvo claro que eran cruciales.

Salven la distancia conmigo. Pero en estos meses, he pensado en los niños que han vivido algún tipo de trauma bélico, por ejemplo. O en la relevancia que tiene el covid para los niños de los campos de refugiados o los que padecen hambrunas y mueren de otras enfermedades que son curables a este lado del mundo. En la distancia emocional que separa esta experiencia común que es vivir una la pandemia depende de dónde nazcas. Hace unos años, en 2005, en una misión en los campos de refugiados de la frontera de Chad y Darfur, se repartieron cuadernos entre los niños mientras los adultos contaban a Human Rights Watch la violencia y asesinatos masivos que habían vivido sus pueblos. Mientras hablaban, los niños, a los que no se les había indicado nada, dejaron una galería de imágenes de las atrocidades, los bombardeos, la masacre y las violaciones. Crímenes supervisados por el gobierno sudanés contra los grupos étnicos. Aquellos dibujos se convirtieron en una evidencia en la Corte Penal Internacional de La Haya. Por primera vez, los niños dieron prueba de lo que había sucedido y lo hicieron con más lucidez y claridad que los adultos.

A veces, me imagino ese momento en que puedo responder a su miedo con: ya no hay covid, abraza a Manuel con todas tus ganas. Pero, de momento, la realidad es lo único que tenemos. A su capacidad de supervivencia y adaptación, a esa lucidez que hoy tiene miedo, tendría que sumar la mía. La maternidad y la paternidad atraviesan una situación con la que no contábamos en nuestras matemáticas de crianza que iban a resultar infalibles. La pandemia no aparecía en ninguna de las pedagogías. Tal vez, los que manejan estos territorios que habitamos también deberían revisar el ejemplo que están dando a los niños. Y no solo el ejemplo, las actitudes de gresca y la inseguridad que transmiten están sumándose a la amenaza que siente la infancia. Ellos tendrían muy claras las prioridades: sobrevivir cuantos más a esto es lo más importante. Pero, en este contexto, se ha obviado su presencia y su voz. Los niños, tan señalados en ciertos momentos de esta pandemia, ven cómo hoy algunos adultos claman por su libertad de consumo mientras ellos siguen sin entrar en el parque o llevando mascarilla ocho horas al día.

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