Desde la tramoya

Río revuelto

Luis Arroyo nueva.

Es una gran noticia para el mundo que las diversas vacunas contra el virus estén mostrándose eficaces en sus estudios preliminares. Pfizer, uno de los gigantes farmacéuticos, anunció el lunes una efectividad de su vacuna del 90 por ciento. El valor de la acción de la compañía subió de inmediato, como subieron también los valores de otras muchas empresas animadas por la buena nueva.

Es una gran noticia para el mundo. Y también para el presidente de la compañía, que se embolsó 4,8 millones de euros vendiendo parte de sus acciones el mismo día del anuncio. La vicepresidenta hizo lo propio en cantidades menores. Los más altos ejecutivos de Moderna, otra compañía que está desarrollando a velocidad récord su propia vacuna, también especularon con sus acciones según avanzaban los trabajos de sus laboratorios y también engordaron sus cuentas bancarias mientras los inversores especulaban en los mercados.

La ley estadounidense permite que los ejecutivos planifiquen por anticipado ventas de sus participaciones cuando el valor de éstas alcanza un nivel previamente fijado. De este modo no se considera que los beneficiarios hayan contado con información privilegiada. Sobre el papel no habría nada que objetar. Pero la realidad es que las grandes farmacéuticas tienen equipos de comunicación y de relaciones con los inversores muy bien nutridos que planifican minuciosamente el ritmo, la intensidad y el tiempo de las noticias que dan. Y que esos equipos están dirigidos en última instancia por esos mismos altos ejecutivos, que están entre los mejor pagados del mundo, bonus y beneficios aparte.

Los defensores a ultranza de la libertad de empresa y de mercado no tendrán nada que objetar. En la visión ultraliberal de la vida, si un señor monta una empresa, crea empleo y tiene un buen beneficio por ello, el mérito es de él y nadie debe impedirle que se enriquezca. Sucede, sin embargo, que nadie gana dinero de manera completamente aislada y autónoma, solo por mérito propio. Liz Warren, la senadora demócrata, lo dijo hace una década en una cita muy celebrada:

“Si pusiste en marcha una fábrica, me parece muy bien. Pero que quede claro: las mercancías que traías y llevabas se movían por carreteras que pagamos todos. Contrataste a trabajadores cuya educación pagamos todos. Pudiste trabajar con seguridad porque había policías y bomberos que pagamos todos. Pues bien. Si pusiste en marcha una fábrica y te fue bien… ¡Enhorabuena! Quédate con un trozo del pastel. Pero lo que dice el contrato social es que, aunque puedas quedarte una parte, tienes que dejar otro trozo para el niño que viene detrás”.

En el caso de las vacunas que los laboratorios están fabricando estos días y que todos esperamos que lleguen cuanto antes, se produce además una circunstancia muy especial, que da aún mayor fuerza a la llamada de Warren. Las autoridades están comprometiendo cantidades ingentes de dinero que pagamos todos en el desarrollo de las vacunas. Primero, dotando fondos para la investigación. Segundo, poniendo al servicio de las empresas privadas los descubrimientos de los centros científicos públicos. Y tercero, firmando contratos de suministro con las farmacéuticas una vez que las dosis estén listas para inyectar.

Los gobiernos progresistas del mundo han querido en muchas ocasiones encontrar un equilibrio entre los intereses privados y los recursos públicos. Por ejemplo, proponiendo que no podrán recibir subvenciones aquellas empresas que paguen a sus altos ejecutivos cantidades indecentes de dinero. O que si se rescata a una compañía de la quiebra por interés público, esa compañía no podrá repartir dividendo. Tiene todo el sentido.

Sería deseable que en el río revuelto de la pandemia, asustados como estamos enterrando muertos, las autoridades evitaran la excesiva ganancia de unos pocos pescadores avaros que, para más inri, utilizan redes que pagamos usted y yo.

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