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Salvarnos de la Navidad

Raquel Martos nueva.

La Navidad en mi casa era lo más. Nos juntábamos un montón de convivientes y no convivientes. Los mayores distribuían los días señalados: cada uno en una casa. Cogobernanza.

Los pequeños nos dedicábamos a soñar antes y a disfrutar durante. Bueno, y yo, a ponerme mala, que mi cuerpo siempre ha celebrado los acontecimientos por todo lo alto: unas buenas anginas, un subidón de acetona... En mi casa en Navidad siempre había dos surtidos: el de Cuétara y el de mis achaques infantiles.

En la casa –el piso– donde vivíamos, faltaba sitio, pero sobraba la imaginación maternal para convertir los dos dormitorios de los hijos en un salón comedor. En lo de rentabilizar espacios mi madre es más eficaz que una compañía aérea low cost.

Es que había una puerta corredera de acordeón que separaba las dos habitaciones y en las celebraciones la abríamos de par en par. Mi padre dirigía el traslado de la mesa del salón que juntábamos con la mesa extensible del cuartito de estar –esta, al ser un poco más bajita era la zona destinada a los ídem, los niños–. En total hacíamos sitio para veinte servicios de platos, vasos y cubiertos, tres ensaladeras, dos bandejas de horno y una sopera. Ni la Teletienda.

Poníamos alrededor de las mesas todas las sillas y banquetas que teníamos en casa y añadíamos las que pedíamos prestadas a la vecina, que cenaba fuera. En mi familia nos inventamos Ikea antes de Ikea, fuimos pioneros en desmontar y montar espacios habitables en cero coma.

En aquellas navidades molaba todo y apenas tuvimos sobresaltos. Lo más accidentado que recuerdo fue una brillante idea de nosotros, los bajitos: pusimos una bolsa de plástico en un radiador y se quedaron marcadas para siempre las letras de perfumería Mary, como un tatuaje del rey de Tailandia.

Otro año, jugando al escondite, tiramos un radiador al suelo y nos cayó una bronca de mi padre que ni Pedro en la Ejecutiva del pasado lunes… Nuestra incompatibilidad con los radiadores era manifiesta, se ve que por eso nadie de la familia ha llegado al consejo de dirección de Iberdrola.

También recuerdo, como anécdota de tachón en mi carrera artística, una nochebuena etílica. Tendría yo dieciséis años y me puse a beber vino blanco con burbujitas... Claro, entre tanto follón familiar, nadie se percató. Se toparon con la realidad después de las doce, cuando llegamos en tropel a la misa del gallo y la niña iba con una buena mona, todo muy animalista. Y encima cantaba en el coro, o sea, para gallos los míos.

Aquellas navidades desaparecieron y muchos de los que les daban sentido, también. Los que quedamos de aquellos días cabríamos quizás en uno de los dos dormitorios, sin abrir la puerta de acordeón. Aquellas navidades se esfumaron, vinieron otras, pero no fueron iguales. Porque los bajitos nos hicimos mayores y nos cambió la mirada.

Oigo estos días el mantra de “salvar la Navidad” y me resulta triste y taladrador, cual villancico en gran superficie. Triste, por lo que tiene que ver con miles de comercios, de autónomos, de curritos, de pequeños empresarios, cuya comida familiar de esos días y de todos los días depende de cada oportunidad y la Navidad es una de las gordas.

Pero taladrador también, porque me recuerda al hit “Salvemos el verano”, redundante cual estribillo de Georgie Dann, repetido y repetido por la necesidad de quienes dependían para su consumo y el de sus familias, del consumo veraniego. Después nos arrolló la segunda ola.

La pandemia nos pone continuamente en la intersección de dos caminos, salud o economía. Son dos caminos que no llevan a Belén, ni sabemos a dónde nos llevan… Nos acostumbramos a los estribillos y casi ni nos fijamos en la letra. Como nos hemos acostumbrado a oír cifras diarias de muertos, como un run run, como si las cantaran los niños de San Ildefonso.

La roña de la uña del dedo que señala la luna

La roña de la uña del dedo que señala la luna

Cuando oigo lo de “Salvar la Navidad”, lo siento, pienso en evitar que la gente se vaya a la ruina, sí, pero en ningún caso en las familias reunidas, aunque a muchos les duela. A mí no me importa dónde esté mi gente querida en esas fechas entrañables, mientras no sea en una UCI…

Mis navidades perfectas de 2020 serían aquellas que transcurrieran sin grandes sobresaltos, ojalá lo más grave fuera un tatuaje de perfumería Mary en un radiador. Lo celebraría con unos gallos cantados en soledad, con dos vinos de más y sin echar de menos. Bueno, no más de lo habitual en esas fechas, que ya es suficiente.

En mi segunda novela, la protagonista pasaba sola la noche de fin de año. Voluntariamente. Y después… lo siento, para saber lo que sucede después hay que leerla, pero el título dice bastante de esa fiesta solitaria: “No pasa nada y si pasa, se le saluda”.

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