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Le Carré: por qué los políticos se creen sus mentiras

Javier Valenzuela nueva.

“Los políticos hacen todo lo que pueden para vender sus mentiras a la prensa, después leen sus propias mentiras en la prensa y piensan que es la opinión popular”, me dijo John Le Carré en su chalé de la aldea alpina de Wengen (Suiza) cuando le entrevisté en la primavera de 2004 para El País Semanal. Había olvidado esta sentencia del recién fallecido autor de novelas de espionaje, pero ayer mi amiga Marta Ávila tuvo la buena idea de reproducirla en Twitter y ello removió en mí la indignación que al periodista que soy le produce la obsequiosidad con que tantos medios reproducen las mentiras o estupideces de políticos muy bobos.

Ya a comienzos de los años 1990 algunos profesionales de la vieja escuela empezamos a denunciar lo que dimos en llamar “periodismo declarativo”. En todas partes, pero aún más en España, las empresas mediáticas habían descubierto que podían llenar muchas páginas de diarios o muchos minutos de radio y televisión transcribiendo las frasecitas más venenosas y llamativas de politicastros. Esto ahorraba mucho tiempo y dinero en lo auténticamente esencial del periodismo: la investigación contrastada e independiente de hechos relevantes para la ciudadanía. Este truco no solo era muy barato, permitía además inventar polémicas artificiales mediante el procedimiento de pedir a otros políticos que se pronunciaran sobre tales frasecitas.

Los veteranos y más caros reporteros y corresponsales de antaño fueron dando paso a becarios mal pagados a los que se enviaba a parlamentos, palacios presidenciales y sedes de partidos con grabadoras para cosechar declaraciones puñeteras. Los redactores jefes llamaron “titulares” a las frasecitas más tóxicas de ruedas de prensa y los llamados “canutazos”, y los llevaron con alharaca, como si fueran trascendentales, a las portadas de sus periódicos e informativos audiovisuales.

Esta deriva tuvo mucho que ver, por supuesto, con el afianzamiento de la primacía de la televisión en la oferta informativa que protagonizaron CNN y las cadenas imitadoras a lo largo de la última década del siglo XX. Y también fue causa y efecto de la conversión de la política en espectáculo. Un espectáculo básicamente endogámico, como ya era habitual en la prensa rosa o deportiva, que se alimentaba de su propio fuego y en el que compadreaban periodistas y políticos.

Y así llegamos a este presente en que las gilipolleces publicadas en Twitter se consideran noticias. En el que un showman nocivo y grotesco como Donald Trump ha gobernado durante cuatro años Estados Unidos y a punto ha estado de repetir victoria en las elecciones presidenciales. En el que alguien como Isabel Díaz Ayuso suelta el primer disparate que le pasa por la cabeza, consigue mucho eco mediático y se convierte así en la gran estrella de las derechas nacional-populistas celtibéricas. En el que incluso TVE cree que cumple con su misión de servicio público independiente dedicando interminables minutos a servir de altavoz acrítico de las trolas y despropósitos cotidianos que sueltan políticos excitados.

Recuerdo aquellos tiempos en que mis jefes en el diario para el que trabajaba rechazaban publicar sin mayor verificación cualquier cosa que dijera un gobernante o un opositor. Había que comprobar que aquello era cierto y también que era auténticamente relevante. Si no era ambas cosas, mis jefes arrojaban el asunto a la papelera y me pedían que les trajera información propia, importante y verificada. En aquellos tiempos, los años 1970-1980, el modelo en las redacciones serias era el del Washington Post de Carl Berstein, Bob Woodward, Ben Bradlee y Katharine Graham. Tu obligación como periodista no era decir que Fulano dice que llueve y Mengano dice que hace sol, sino salir a la calle y comprobar qué tiempo hacía.

Pero mientras hay vida hay esperanza. Me gustó el que, hace unas semanas, todas las cadenas televisivas estadounidenses, incluida Fox News, cortaran la retransmisión en directo de una panfletaria intervención de un Trump que acababa de perder las elecciones pero se negaba a aceptarlo. Las cadenas argumentaron, y con razón, que su misión no es servir de megáfono a una sarta de embustes por mucho que su protagonista fuera el presidente de Estados Unidos. ¡Ya era hora!

Los políticos y los medios hegemónicos llevan unos cuantos años preguntándose por qué tienen tan poca credibilidad entre la ciudadanía, por qué tanta gente los sitúa entre los problemas, que no las soluciones, de las actuales sociedades democráticas. Ni tan siquiera se les ocurre pensar que es así porque no hablan de los auténticos problemas de la mayoría de los ciudadanos, sino que están enredados en sus artificiales querellas de familia. Querellas tan exageradas, por ejemplo, como la del apoyo de Bildu a los Presupuestos 2021.

Sí, ya sé que el endogámico espectáculo político-mediático tiene sus yonquis entre la ciudadanía, como también los tienen las trifulcas de los Pantoja y los Rivera. Pero me quedo con lo que me dijo Le Carré aquella mañana en Wengen hablando de las trolas sobre Irak de Bush, Blair y Aznar: los políticos ven publicadas sus propias mentiras en la prensa y se creen que son la opinión del pueblo. Lo mismo les pasa, por cierto, a los periodistas y medios que las reproducen cual si fueran la Biblia.

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