Muros sin Fronteras

Primaveras descarriladas

Ramón Lobo nueva.

No es fácil transitar de una dictadura a una democracia por imperfecta que sea, y menos si el régimen autoritario se funde con la religión dominante en el país. Toda lucha contra el sátrapa y su camarilla se transforma en una blasfemia, en un desafío intolerable al orden establecido por Dios. Se han cumplido diez años del arranque de las llamadas primaveras árabes, pese a que cuando el joven vendedor tunecino Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo el 17 de diciembre de 2010 nadie podía predecir el curso de los acontecimientos, ni imaginar que aquel acto de desesperación individual sacudiría gran parte del mundo musulmán.

Tendemos a ver la historia en movimiento desde una foto fija, sin levantar la cabeza. Es un mal que afecta a los periodistas (a mí, también), pegados al deadline y al titular del día. Lo grave es que esa cortedad de miras preside la política internacional. Nadie aprende de las enseñanzas del pasado que ayudan a modular un futuro mejor. Solo existe un presente mortecino, gris y eterno encerrado en eslóganes de oportunidad.

Gabriel García Márquez escribió un artículo sobre la caída de la dictadura uruguaya. Lo tituló El cuento de los generales que se creyeron su propio cuento. Nos lo podríamos aplicar en este caso, tanto los periodistas que compramos las primaveras como los políticos que ayudaron a los sátrapas locales a destruirlas. Primó el negocio sobre la libertad.

La historia es un poco más lenta que nuestros titulares y frases hechas, necesita años para madurar y desarrollarse. Habrá que esperar un tiempo, tal vez otros diez años, al estallido de una segunda ola de primaveras árabes. Será la definitiva.

La muerte de Mohamed Bouazizi provocó una ola de indignación popular en Túnez que terminó con el dictador Zine Ben Ali, que parecía intocable. La de Bouazizi era una historia de pobreza, abusos policiales, confiscación de mercancía y desesperación. Por eso conectó con la calle sin importar las fronteras. Existía un relato popular común sobre la represión y las ansias de libertad.

La primavera egipcia se llevó por delante al presidente Hosni Mubarak, otro intocable, el 10 de febrero de 2011. De nada le sirvió el apoyo de las Fuerzas Armadas, la principal fuerza política del país junto a los Hermanos Musulmanes. Los militares dieron un paso atrás y consintieron unas elecciones que ganaron los islamistas (moderados si los comparamos con las nebulosas de Al Qaeda y el futuro Estado Islámico). Su líder, Mohamed Morsi, no leyó bien la situación de fondo cuando se lanzó a cambiar la Constitución. No supo pactar un poder compartido con los uniformados. El Ejército dio un golpe de Estado. El país está presidido hoy por el general Absul Fatah al-Sisi, mucho más duro que Mubarak, pero que nos compra muchas armas. De ahí, el silencio de Francia.

Mientras que los manifestantes egipcios concentraban sus esfuerzos de libertad y propaganda en la plaza cairota de Tahrir, comenzó en Libia un movimiento similar que se hizo fuerte en el Este, cerca de la ciudad de Bengasi. Lo que comenzó como una manifestación pacífica derivó en una guerra civil entre dos zonas del país que habían estado tradicionalmente separadas, la Cirenaica y la Tripolitania. Intervino la OTAN (EEUU y Europa) en favor de los rebeldes de Bengasi decretando una zona de exclusión aérea para impedir la victoria de Muammar el Gadafi, un dictador con el que habían hecho buenos negocios desde que saltó de la lista de los malos a la de los buenos.

Pese a estar geográficamente tan cerca no sabíamos casi nada de Libia, de su historia y de sus tribus y de sus odios internos. Para nosotros solo era petróleo y un negocio de venta de armas que Gadafi, nuestro nuevo amigo, repartía entre los principales hijos de puta de África, estuvieran en el Gobierno o al frente de una guerrilla como Charles Taylor en Liberia.

Todos tenemos las manos manchadas de sangre de aquellos invisibles. Hoy, Libia sigue en guerra civil. Es un exportador de migrantes, personas que buscan un futuro mejor en Europa. Ahora pagamos para que los mantengan en cárceles sin derechos y no tener que asistir al espectáculo de su muerte en el Mediterráneo. ¿Dónde está la liberación?

De todas las primaveras, la más cruenta ha sido la de Siria, que aún anda guerreando en Idlib. El dictador sigue en su trono casi 600.000 muertos después. En un país de 27 millones, más de 5,5 son refugiados que tuvieron que huir de su país y que sobreviven en los países vecinos. Otros 6,49 millones son desplazados internos. Siria es un país destrozado física y emocionalmente, que necesitará una o dos generaciones para recobrar un equilibrio que permita hablar de paz.

Si Occidente intervino en Libia contra Gadafi, en Siria no supo qué hacer. En su propaganda era contraria al régimen de Asad, pero sus alternativas de repuesto, como el Ejército de Liberación de Siria, se esfumaron bien pronto. Era Asad o el ISIS o franquicias de Al Qaeda similares. Ese fue el problema de Obama tras el ataque químico llevado a cabo por el régimen de agosto de 2013. No sabía quiénes eran sus aliados. Los descubrió después: quienes hacían el trabajo en el terrero para frenar al Estado Islámico que había conquistado partes de Irak eran algunos de sus enemigos oficiales: Irán, Hezbolá. Donald Trump se apoyó en los kurdos sirios para aplastar al ISIS y luego los abandonó frente a Turquía, país de la OTAN que juega sus cartas fuera de los intereses de la Alianza Atlántica.

Diez años después podemos afirmar que las Primaveras Árabes fueron un fracaso. Solo se salva Túnez, que sigue su camino hacia un sistema democrático de la mano de un partido islamista moderado. Todos nos equivocamos, nos dejamos llevar por el entusiasmo. La plaza de Tahrir se convirtió en un símbolo de la lucha por la libertad, pero pronto mostró su cara más bronca en las violaciones a mujeres. Ser pesimistas ahora, que siempre es lo más inteligente, podría ser un segundo error. Quizá llegue una segunda ola de ansias de libertad, o tal vez para entonces todos estemos sometidos a regímenes autoritarios en nombre de la seguridad, sea política o sanitaria. Feliz Navidad.

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