Desde la casa roja

'Baby blues'

Aroa Moreno Durán nueva

Dos semanas tenía mi hijo cuando su padre se reincorporó a trabajar. En esos quince días habíamos regresado al hospital varias veces. La peor, para ingresarlo en una unidad de neonatos durante varios días hasta que le bajara la bilirrubina. Una mañana en que yo cantaba una nana para que el bebé escuchara mi voz en aquella UCI neonatal en la que nos turnábamos cada 12 horas, yo como un fantasma pálido observando a un bebé con antifaz de neopreno bajo las luces ultravioletas, agarrada al borde de la cuna de metacrilato encorvada por la cicatriz de la cesárea, una enfermera me dijo: qué haces, que alguien te lleve a comer un chuletón o unas lentejas, estás blanca como una pared, te vas a desmayar. Me llevaron mis padres.

Fueron aquellos días infinitos en los que se rompió la lactancia exclusiva porque solo podía sacarlo de la cuna de fototerapia unos minutos cada tres horas y el bebé tenía que comer para eliminar la bilirrubina. Unos días después, con el niño recuperado, volvimos a casa. Pero yo ya había dado mi pequeño mordisco al pánico. Yo ya había defraudado a las leyes de la lactancia. Yo no había parido, a mi hijo lo habían sacado de mí. Y ahí comenzó, tras los quince días del permiso de paternidad, una soledad desconocida, abrasadora. Y una culpa que no reconocía como propia y que provenía directamente de reconocer la existencia de ese sentimiento de soledad. ¿Qué estaba mal?

España ha equiparado las bajas de maternidad y paternidad, ahora son iguales e intransferibles. Dieciséis semanas. Ambos progenitores disfrutarán del mismo tiempo para los cuidados del nuevo hijo, tras el nacimiento o la adopción. La ministra Irene Montero celebró este avance histórico, indispensable, escribió, para cerrar la brecha de género en cuanto a los cuidados. Sin embargo, muchas mujeres no están de acuerdo con esta medida porque equipara dos demandas desiguales. Algunas explican que padres y madres no son lo mismo. Tampoco los hombres habían pedido un aumento del permiso de paternidad, mientras que las mujeres sí demandaban, desde hace años, un aumento de los permisos de maternidad. Por ejemplo, para responder a los consejos de la OMS, que recomienda la lactancia materna exclusiva hasta los seis meses.

No es lo mismo ser la madre del bebé que ser el padre. Uno lo gesta y otro no. La recuperación tras el parto no es solo física, puede ser también emocional. Baby blues se llama a la leve depresión que pasan algunas mujeres por el desorden hormonal que sucede al embarazo y parto. Una enfermedad de la que no te avisan en las clases de parto y lactancia y es ignorada. Que se desarrollaba, hasta ahora, en la soledad de los puerperios. Desatender también esta parte es no conocer en nada lo que puede ocurrir después de tener un hijo.

Hay tantas formas de criar a un hijo como familias. El tiempo para la crianza con estos nuevos permisos es probablemente insuficiente. Pero me parece un paso vital e importante para la construcción de los núcleos familiares y el equilibrio entre las manos que asumen los cuidados. Esto no quiere decir que no sigamos pidiendo permisos más largos para las madres. Pero cuidar solo puede ser una aventura preciosa o una extenuante exigencia. Recordemos que no solo se cuidan los bebés. Y que son, en su mayoría, mujeres quienes siguen haciéndose cargo de esos otros cuidados. Y esa brecha sigue abierta.

Me acuerdo ahora de esos otros padres que conocimos en la unidad neonatal, con niños que necesitaron mucho más tiempo para salir de allí. Que necesitan más tiempo y atención social también después. Escribo pensando que hay padres y madres que no pueden tomarse ese tiempo y tienen que dejar a un bebé que ni siquiera se incorpora solo en una escuela infantil. Tengo en cuenta que, en esta discusión, también hay que hablar de las mujeres que ni siquiera se plantean tener un hijo porque no pueden hacer frente a su crianza si se repliegan en lo laboral. Que hay mujeres que crían solas y con escasos recursos, sin la llegada tardía de ningún otro progenitor cada tarde noche que alivie esa soledad. Que hay mujeres que no crían en otros lugares del mundo a sus hijos para cuidar a los nuestros. Creo, la verdad, que cuanto más nos acompañemos, mejor.

Ni la maternidad ni la paternidad acaban en las dieciséis semanas. Ni en los seis primeros meses. O en los asombrosos y cansados años de la crianza. Van mucho más allá. La vida que se levantará de los cimientos primitivos de aquellos años será larga en mañanas, tardes y noches para cuidarnos unos a otros y para que el progenitor y progenitores aporten el amor necesario para que ese hijo o hija crezca en libertad, para que sea feliz y, un día, se convierta también en padre. Y la cosa se complica con los años. No tanto por los cuidados, eso uno lo aprende tarde o temprano mejor o peor, ese tiempo casi es un rayo fugaz, sino por cómo no cargamos a los niños o adolescentes o a nuestros hijos adultos con nuestros breves tiempos y problemas.

Para escribir esta columna, pongo a mi hijo a ver la televisión y me instalo donde puedo vigilarle. Y esa voz que nunca se ha ido del todo me dice que eso no está bien. Que escriba rápido, que piense rápido. Ojalá siempre se hablara con respeto sobre las decisiones que toman cada madre y cada padre para acercar la felicidad a un niño y, cómo no, a una familia. Escribir mientras él ve una película en la misma habitación que yo a mí me hace bastante feliz, mátenme.

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