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El problema no termina cuando Trump se vaya

Helena Resano nueva.

Doce días son los que quedan para que Trump abandone la Casa Blanca. Doce días que para algunos se van a hacer eternos. Porque, aunque ha prometido una transición ordenada, a saber qué entiende él por ordenado si lo del Capitolio del miércoles no le pareció lo suficientemente grave como para condenarlo de forma enérgica. Le faltó darles las gracias: “Os quiero, sois muy especiales”, les dijo.

El problema es que todo esto no termina con Trump fuera de la Casa Blanca. Y tampoco empezó todo cuando él aterrizó en la presidencia de los Estados Unidos. Él simplemente alimentó ese descontento que campaba a sus anchas en buena parte del ánimo de muchos estadounidenses, lo aderezó con un par de frases de esas redondas que lucen mucho y agitan las tripas (“Make America Great Again” Haz América grande otra vez o “America First” América Primero) y supo alimentarlo de forma continua y disciplinada durante sus cuatro años de mandato. Sus mentiras, sus locuras, sus frases incongruentes, decisiones tomadas a golpe de tuit, fueron el mejor de los abonos para lo que vimos el miércoles por la noche. Abono, pero no semilla.

Durante los últimos 20 años, se mire donde se mire, en los países en los que desde las instituciones se prometió todo y se cumplió muy poco, ha ido creciendo un descontento generalizado. Gente que vivió el sueño de tenerlo todo y que, sin previo aviso, se lo quitaron de un plumazo. Vieron cómo se quedaban atrás en cada crisis, cómo quienes prometieron cuidarlos y protegerlos se olvidaron de ellos. Grupos sociales que se sentían abandonados, y que seguían escuchando las mismas promesas mitin tras mitin. Sólo necesitaban que llegara su mesías para salvarlos. Pedían a gritos esa salvación, esa reparación, y llegó. En Estados Unidos bajo el nombre de Sarah Palin primero y Donald Trump después. Políticos que no ofrecían nada pero que lo vendían con el mejor de los envoltorios, con retórica fácil y vacía. Sólo había que echar un poco de gasolina para incendiar ese malestar y ellos tenían la fórmula perfecta: apelar a los sentimientos más básicos, a las tripas de cada votante, la bandera, la historia, lo arrebatado por otros y voilà!, fuimos viendo cómo uno a uno fueron ganando terreno y votos.

Trump ha sido el mejor maestro de esta forma de hacer política: no hacer nada, hablar mucho, mentir más y dar a las masas lo que quieren, gasolina. Llenar su discurso de odio hacia el rival, vestirlo como el peor de los enemigos, como Satán (el miércoles había varias pancartas en las que se llamaba así a Nancy Pelosi) y esperar a que todo eso fermentara bien hasta lograr lo que buscaban, reventarlo todo, dinamitarlo todo, incluso las instituciones y la democracia, para reinventarla y ajustarla a sus propias aspiraciones.

Lo que pasó el miércoles por la noche aterrorizó a muchos. Eso estaba ocurriendo en Estados Unidos, el país de las libertades y de las oportunidades. Aterrorizó porque comprobamos que el extremismo puede acabar en eso. Trump se irá, no le queda otra, nunca le quedó otra desde que perdió las elecciones en noviembre. Él lo sabía desde aquella noche y sólo ha jugado a probar hasta dónde podía llegar. El problema es que muchos de los que estaban el miércoles en el Capitolio creen a pies juntillas lo que él les ha dicho, están convencidos de que les han robado las elecciones, que hay poderes ocultos que mueven los hilos para arrebatarles la esencia de su país. Como si cada país tuviera una propia esencia, inquebrantable.

Lo que ocurrió en el Capitolio fue un aviso para todos. Es el momento de aprender a hacer política de otra forma, de dejar de utilizar palabras como fraude, ilegítimo o impostor, cuando hablamos de líderes elegidos en las urnas, nos gusten más o nos gusten menos. Dinamitar lo más básico que tenemos, nuestras reglas de juego, puede acabar en caos. Ya lo vimos el miércoles.

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