Desde la tramoya

La penúltima payasada de un narcisista patológico

Luis Arroyo nueva.

Aunque tenga una gravedad extraordinaria, porque fue la invasión de un espacio simbólico y sagrado de la democracia estadounidense, lo del miércoles en el Capitolio no fue un golpe de Estado. Un golpe de Estado es la toma del poder por medios ilegales y usualmente violentos, que generalmente implican a las fuerzas armadas. No hay el más mínimo síntoma de que esos fanáticos seguidores de Donald Trump tuvieran ningún interés en tomar el poder desde el Capitolio o desde la Casa Blanca, sino más bien en expresar su furia porque a su líder le habrían robado las elecciones, según su lunática visión de las cosas.

Fue, más bien, una payasada. Grave, por supuesto, porque además costó la vida a cuatro personas, pero una payasada al fin y al cabo. La penúltima provocada por una persona aquejada objetivamente por un problema psiquiátrico llamado narcisismo patológico, o trastorno de la personalidad narcisista. El narcisista patológico se cree superior a los demás, fantasea con el éxito y el poder ilimitados, requiere admiración excesiva y permanente, pretende abusar de su supuesta o real posición de dominio, carece de empatía, es envidioso o se cree envidiado y se muestra arrogante y suficiente en sus comportamientos. En las muchas páginas escritas sobre él, se describen cientos de episodios en los que el presidente manifiesta esas mismas actitudes.

En dos siglos y medio no ha habido ningún perdedor en las elecciones estadounidenses que haya negado la victoria a su adversario. Aún recordamos muchos cómo Al Gore reconoció como presidente a George W. Bush después de que el primero ganara en voto popular y tras un disputado recuento y una muy controvertida decisión del Tribunal Supremo.

El comportamiento de Trump es excepcional, por tanto; inédito en la historia americana. Pero es, como ha sido todo su mandato, bastante previsible. Aquejado por su patología, Donald Trump seguirá delirando en su supuesta grandeza, no retrocederá ni un milímetro en su denuncia sobre el resultado electoral, por lo que defenderá que Biden es un presidente ilegítimo, y muchos de sus seguidores más fanáticos estarán dispuestos a tomar las calles y las armas en su defensa.

Sin embargo, Trump está muy lejos de ser un golpista al uso. Porque, como buen narcisista, no quiere el poder por sí solo, sino la atención y la admiración excesivas. Y esas ya las tiene y las puede mantener desde la oposición sin necesidad de ocupar el Despacho Oval, que por otro lado tan poco le agradaba.

De modo que es muy probable que a la payasada del miércoles le siga otra, que parecerá siempre la penúltima. Ahora bien, no subestimemos la capacidad destructora de esas “payasadas”. La historia demuestra con qué facilidad algunos líderes excéntricos, aquejados muchos de ellos también de patologías severas, incautos o inconscientes de sus decisiones, fueron capaces de convertir a un pueblo en principio pacífico en hordas incendiarias y violentas. Por eso, la fotografía de ese señor con el torso desnudo, unos cuernos y la cara pintada, puede ser sólo una anécdota, o el síntoma de un peligro mucho mayor: el que puede desencadenar un desequilibrado influyente y con pocos escrúpulos.

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