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Iceta y la “conllevancia” orteguiana

Javier Valenzuela nueva.

Si, como dicen sus valedores en Madrid, Miquel Iceta puede desdramatizar el conflicto catalán y aportarle algunas dosis de espíritu dialogante, negociador y pactista, bienvenido sea al Gobierno central. Los que hayan leído alguno de mis artículos sobre el asunto de los últimos años saben que rechazo tanto el independentismo a la brava promovido por Puigdemont en 2017 como el inmovilismo de palo y tentetieso con el que le respondió Mariano Rajoy. Siempre me he negado a tener que escoger entre nacionalismos beligerantes y excluyentes, sean periféricos o centralistas. En este tipo de querellas territoriales cargadas de simbolismo y emoción, proclives por tanto a terminar en violencia, prefiero acordar fórmulas federales o confederales.

Ya sé que, ni a uno ni a otro lado del Ebro, las opiniones mayoritarias son ahora proclives a sentarse a negociar serenamente una reforma del Estatut y la Constitución de 1978 que aporte mayor federalismo a la relación de Cataluña con el conjunto de España. Aunque el Gobierno de coalición Sánchez-Iglesias los haya apaciguado –y ese es uno de sus grandes y poco reconocidos méritos–, los ánimos siguen encendidos. Apenas han pasado tres años desde que el nacionalpopulismo catalán y el nacionalpopulismo español se lanzaron a una colisión frontal, alentando el ¡A por ellos! de unos y otros y llevándonos a todos al mismísimo borde del abismo.

Algunos medios madrileños interpretan la llegada de Iceta al ministerio de Política Territorial como “un aliciente al diálogo que el Gobierno de Pedro Sánchez quiere impulsar con el nuevo Ejecutivo de la Generalitat catalana que surja después de las elecciones del 14 de febrero”. Ojalá sea así, con independencia de cuál sea ese gobierno. Sigo con escepticismo las encuestas sobre las próximas elecciones catalanas, aquello del efecto Illa, de la resurrección paralela de JxCat, del trasvase del voto de Ciudadanos al PSC, de una parte, y a Vox, de otra… Intuyo que nuevamente va a salir un parlamento muy fragmentado, con mayorías de gobierno difíciles de alcanzar y con el mantenimiento, un par de puntos arriba, un par de puntos abajo, de la correlación de fuerzas entre independentistas y no independentistas.

Lo probable es que el dinosaurio del conflicto catalán siga allí al despertarnos el 15 de febrero. Lo que, en mi opinión, debería sumar voces a las que en 2017 nos pronunciamos a favor de terceras vías y por ello fuimos descalificados injustamente como equidistantes. Y lo que podría revalorizar el papel en el Gobierno central de un tipo como Iceta que en 2016 le espetó a Sánchez: "¡Por Dios! ¡Pedro! ¡Mantente firme y líbranos de Rajoy y del PP! ¡Por Dios! ¡Aguanta, resiste a las presiones! ¡Intenta formar una mayoría de cambio! ¡España no puede permitirse cuatro años más de PP! ¡No!".

El año siguiente, el turbulento 2017, con Puigdemont y Rajoy mandando en Barcelona y Madrid, Iceta se enfrentó al independentismo catalán sin sumarse por ello a la exaltada reacción españolista. Desde entonces ha abogado por el moderado progresismo del acuerdo de los socialistas con los Comunes y Podemos y por la inteligencia de medidas como el indulto a los condenados por el Procés y la negociación con los independentistas, especialmente con los de izquierda, los de ERC.

Bastante tenemos a uno y otro lado del Ebro con la lucha contra el coronavirus y sus terribles consecuencias sanitarias y socioeconómicas como para reactivar las querellas de 2017. La sensatez nos insta a no esperar una rápida salida del conflicto catalán a corto y medio plazo. En realidad, la historia nos insta a no esperarla ni en el largo plazo. Por mucho que se impacienten tanto los separatistas como los españolistas, vamos a tener que seguir viviendo indefinidamente sin haber resuelto esta querella de un modo absolutamente favorable a unos u otros.

Ya lo dijo Ortega y Gasset en mayo de 1932, durante los debates sobre el Estatut catalán en el marco de la Segunda República: el problema catalán no es uno que se pueda solucionar, es uno que hay que conllevar. Cataluña siempre contará con un porcentaje significativo de sus ciudadanos que desean la independencia; España nunca podrá concedérsela sin dejar de ser España. Habrá, pues, que conllevarse democrática y pacíficamente durante una larga singladura común, concluía el pensador. Será engorroso, sí, pero no necesariamente letal.

A nadie se le ha ocurrido una receta mejor que la orteguiana. La brutalidad rojigualda de la dictadura franquista no erradicó el sentimiento nacional de tantos catalanes, y eso que duró cuarenta años. La ambigüedad pragmática del autonomismo de la Transición consiguió unas tres décadas de relativa calma, pero tampoco logró esa erradicación, como hemos podido comprobar en nuestro tiempo.

“Conllevarnos es nuestro dolido destino”, dijo Ortega y Gasset en 1932. “El problema catalán es un factor continuo de la Historia de España. Lo único que podemos hacer es conllevarlo dándole en cada momento su solución mejor”. Arrojar gasolina al fuego como hacen los fanáticos de la estelada y de la rojigualda solo sirve para aumentar el incendio. Necesitamos pacificadores.

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