¡A la escucha!

Que la V siga siendo 5

Helena Resano nueva.

Un museo francés, el Carnavalet de París, ha anunciado que retira los números romanos de su exposición. Los va a sustituir por los números arábigos, el I por el 1, la V por el 5, la X por el 10 y así todo (ustedes ya saben, ¿no?). Mucho antes que ellos, el Louvre también optó por suprimir las letras por los números. ¿El motivo? Muchos turistas no se enteraban de lo que ponía en las esculturas, reseñas y títulos de las obras. Su público era sobre todo internacional, un museo abierto al mundo que quería hacerse entender en todas las lenguas, y en esto, muy pocos sabían traducir lo que ponía. Sí, los números romanos no los entendían todos, porque desde hace mucho tiempo, en muchas escuelas, dejó de estudiarse. Nuestros hijos siguen aprendiendo qué significa un V, o un I delante de esa V. Lo aprenden, memorizando como casi todo, sin mucha confianza en que, al cabo de los años, lo recuerden con fluidez, sin tener que echar mano del dichoso Google o la Wikipedia. Si se deja de utilizar, se olvida, es así. Y en los pocos sitios donde todavía podemos ver y reconocer esa numeración es en las obras históricas, en los monumentos de las ciudades, en los museos…

El anuncio del museo francés ha abierto un cisma con la prensa italiana, que ha puesto el grito en el cielo. “La polémica: Luis XIV se convertirá en Luis 14”, titulaban esta semana. Lo ven como una traición de los franceses a su tradición y cultura, la romana, la que llevamos cultivando desde hace siglos en esta parte del continente. Pero algunos van más allá: creen que esta decisión es el perfecto ejemplo de lo que está pasando en las aulas y en nuestra sociedad. Las cosas no se enseñan, se dejan de aprender y para que no se sientan incómodos quienes no saben, quienes son unos ignorantes, acaban por suprimirse. Para que todos acabemos alineados en la ignorancia, más o menos.

Muchas veces, les habrá ocurrido: nuestros hijos se lamentan de que aprenden cosas que luego “no me van a servir para nada”. Es la eterna queja que hay en muchas casas cuando llega la época de exámenes: “¿para qué quiero saber yo las fechas de la guerra de sucesión?”. Los padres respondemos, con más o menos acierto, según la paciencia de ese día, que no todo lo que aprendemos tiene que tener una aplicación directa y concreta en nuestro trabajo, en nuestra vida. Saber es plantearte retos: superar barreras, adentrarte en terrenos que desconoces y explorar ámbitos desconocidos, que nos abren la mente, que nos plantean cuestiones sobre lo que no entendemos y que nos hace replantearnos certezas con las que hemos vivido hasta entonces. Aprender es crecer y todo lo que suponga limitar ese crecimiento lo considero un error.

Idiotizarnos así tiene un precio. Simplificarlo todo a lo que somos capaces de entender, siguiendo el argumento del museo del Louvre, es un poco simplista. Y tiene un riesgo: nuestros hijos ya están creciendo observando el mundo a través de las redes, un mundo artificial, inexistente, en el que sólo se muestra lo que interesa, y que tiene mucha trampa y mucho cartón. Lo último de este mundo artificial lo conocíamos ayer, cuando se destapó el fraude de una de las influencers más seguidas en Japón. En su cuenta narraba sus viajes en moto pero un espejo retrovisor lo delató: en realidad era un hombre de 50 años que utilizaba uno de esos filtros que te pone buena cara. Tan buena, que ni era él: era una guapísima chica, joven, con melenaza. Dice que lo hizo para conseguir más seguidores y que, si hubiese puesto su foto real, su historia no hubiera interesado a nadie. E hizo una prueba: colgó una foto con su cara real y apenas obtuvo visitas.

Nada de lo que vemos y escuchamos estos días tiene una línea demasiado coherente. Y puede que lo mejor sea no dedicarle demasiada atención para no volvernos muy locos pero, al menos, que los museos, esos templos a los que acudimos para contemplar cómo interpretábamos la vida hace años a través del arte, no nos cambien las reglas a mita de partido. Que la V siga siendo 5. Por favor.

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