Desde la casa roja

La "mala madre" y el 'share'

Aroa Moreno Durán nueva

A Rocío Carrasco ya la habíamos juzgado otras veces. Porque vivía a mesa puesta en La Moraleja y se había marchado a cocinar para cuatro Guardias Civiles. Porque era altiva con la prensa. Porque dejó a su madre con dieciocho años recientes suplicando de rodillas que no saliera por la puerta para alargar un amor de verano en un piso compartido. Que se iba a arrepentir toda la vida. Que iba a venir con una barriga, le dijo el padre. Pero se fue y se metió detrás de aquel famoso balcón de Argentona que daba sombra a hordas de periodistas. Como si algo no estuviera bien si la veíamos feliz, sonreír, mascar chicle, sobrevivir a un accidente de moto, ir echada sobre el hombro del hombre mientras el mito y el boxeador sufrían la rebeldía desde la prensa rosa.

Todo aquel que rompe con la cuna será castigado. A toda mujer que no responde al mandato le llegará la tragedia. Nos contaron que la mala madre es la peor de todas las villanas. Es casi innombrable. Porque si la madre no cumple, se revienta el sistema. Parecía que si era mala madre podía merecerse todo lo que hasta el domingo le pasara. Así se fue cocinando el infierno en los platós y así nos lo íbamos tragando. Por eso, ahora nos cuesta mirar a la pantalla con esa mujer llorando cruzada de piernas mientras proyectan sobre su cuerpo esas dos palabras. No hacía falta. La mujer ya estaba destrozada. ¿Quién sabe lo que pueden ser veinte años de ansiedad y depresión, de no dormir, de insomnio, de lágrimas? Algo sospechamos los que hemos “ido al médico”.

En una entrevista por la publicación de su primera novela, La anguila (Anagrama, 2021), la artista valenciana Paula Bonet explicaba el pasado fin de semana en La Vanguardia: “Me hubiera gustado denunciarlo con nombre y apellidos cuando sucedió, pero no era ni consciente de lo que había sucedido. A veces necesitamos quince o veinte años para entenderlo”. En el documental Nevenka (Netflix, 2021), la mujer declara en el juicio cómo el hombre se masturbaba con ella a su lado. Dice: “y yo estaba allí, no podía moverme, no podía hacer nada”. Ha tardado veinte años en volver a hablar. Veinte son también los años que ha pasado Rocío Carrasco callada mientras su ex marido, Antonio David Flores, trabajaba como colaborador en diferentes programas, cebando constante un secreto y confiando en el silencio eterno de la madre. “Si me busca, me encuentra”, amenazaba sin pestañear a cámara. Cuarenta años aguantó Ana Orantes los golpes antes de contárselos a Irma Soriano en Canal Sur y conseguir que con su caso se reformaran las leyes.

¿Pero cuál ha sido el futuro que esperaba a Ana Orantes, Nevenka, Carmen Ordóñez o Violeta Santander?

Por eso, no creo que sea extraño preguntarse si son los focos de la televisión los que mejor alumbren vivencias así y cómo se debe cuidar después de esas mujeres que deciden hablar. Si es normal que, además, sea bajo los focos de la misma productora que hasta el lunes contrataba como colaborador al ex marido de Carrasco, aun sabiendo el contenido que iban a emitir el pasado domingo. ¿En qué situación queda ahora, después del testimonio de Carrasco, el hijo menor, que vive con el padre y del que este reveló a una revista en 2017 que sufría un trastorno genético que condicionaba su vida? ¿Coincidirá a partir de ahora el interés de la mujer con el del medio que le ha dado soporte?

En unos días, comienza Supervivientes, el reality estrella de la cadena. Una de las participantes es la mujer de Antonio David. ¿Cuánto planeó Telecinco el timing que iba a seguir? ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Escudriñaremos si esa mujer en una isla es cómplice y haremos encuestas: si la crees, retuit; si no la crees, me gusta? ¿Esperaremos a que, cuando el hambre le haga delirar, confiese alguna novedad que alimentará más horas de tertulia? ¿Es esta columna parte de esa tertulia generada en todo el país?

La legislación no debería esperar a atender solamente a estos testimonios para poner rostro a la violencia de género y avanzar en la protección de las víctimas. Las políticas que protegen a la mujer no deberían formar parte del juego de las audiencias. Es el juego lo que debería avanzar hacia las políticas que protegen a la mujer.

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