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Cómo echar por tierra el enorme éxito de las vacunas

Cristina Monge nueva.

La ciencia nos ha traído buenas noticias este último año, hasta el punto de que ha recuperado gran parte de la credibilidad que el trumpismo le había arrebatado. Lo que parece que no acabamos de entender, no obstante, es que la excepcionalidad de la situación requiere de decisiones excepcionales. Por eso la exigencia de que se levanten las patentes de las vacunas antiCovid y se obligue a las farmacéuticas a cooperar entre sí para garantizar el suministro al conjunto de la población mundial empieza a ser un clamor.

La vacuna que menos tiempo había tardado en desarrollarse hasta ahora era la del ébola. Cinco años costó su obtención y aprobación por parte de los organismos competentes. Las diversas vacunas para hacer frente al covid-19 se han desarrollado en apenas 11 meses. Motivo para la alegría, sin duda. Pero, ¿de qué sirve este logro si luego existen numerosas dificultades para su producción y distribución?

Se nos olvida a menudo que en el asunto de las vacunas intervienen distintos procesos, cada uno en una fase, y que todos ellos deben funcionar a la perfección para conseguir el éxito. Una primera etapa es la obtención de la vacuna –en plural en este caso–, conseguida en tiempo récord, tras batir otro récord en la previa identificación del genoma del Sars-CoV-2. Pero las siguientes son la producción en cantidades adecuadas –tras la obtención de los entorno a 200 componentes que conforman la vacuna–, la distribución para hacerla llegar a los destinatarios y la organización para suministrarla a cada persona. Salvo en la primera fase, la relativa al descubrimiento científico, en el resto se está fallando estrepitosamente.

La producción escasea debido al limitado número de empresas que están fabricando la vacuna, lo que les convierte, además, en actores imprescindibles con una posición negociadora más que privilegiada ante Estados o estructuras como la Unión Europea. Cosa distinta es que la estrategia de esta última y la opacidad con la que se ha llevado el proceso y firmado los correspondientes contratos tampoco hayan ayudado; pero la cuestión de fondo es que el limitado número de empresas que fabrican las vacunas les sitúa en una posición de oligopolio bastante contradictoria con los principios del libre mercado. Tanto, que el Gobierno Biden, poco sospechoso de coquetear con los principios bolivarianos, obligó a Johnson & Johnson a llegar a un acuerdo con su competidora Merck para acelerar la producción de vacunas. A cambio ha ayudado a Merck con 269 millones para adaptar sus instalaciones. Posteriormente, la Administración estadounidense ha intervenido para poner bajo control de la misma J&J el laboratorio Emergent BioSolutions, después de que mezclara por error ingredientes de dos vacunas diferentes arruinando 15 millones de dosis.

No debería olvidarse que buena parte de este logro se debe a las ingentes cantidades de dinero público inyectadas, que en buena medida han terminado en los bolsillos de los accionistas de las farmacéuticas. Una cosa es defender que la investigación haya que financiarla y deba ser rentable económicamente –todo un debate, por cierto y otra que con fondos públicos financiando tanto la investigación primaria imprescindible para la obtención de la vacuna, como la vacuna en sí, luego los accionistas de las farmacéuticas se hagan millonarios mientras negocian –o chantajean, según el caso– con los gobiernos, en un entorno de escasez y una posición de oligopolio.

La siguiente fase, la de distribución, es víctima tanto de la escasez de vacunas como de la desigualdad en el mundo. Esta información del New York Times es aterradora: el 86% de la distribución de vacunas se está haciendo en países ricos, y apenas el 0,1% entre los pobres. Confirmado: no hemos entendido nada. No hemos comprendido, ni aún en plena pandemia, que nadie estará a salvo mientras no lo estemos todos. Que no trabajar en una distribución para el conjunto de la población mundial amenaza a todos los humanos.

Llegamos así a los problemas de suministro de la vacuna a cada persona, cuarta fase del proceso, y resulta desesperante ver cómo la Administración sanitaria española, especialmente en algunas comunidades autónomas como Madrid, todavía no tiene engrasado el mecanismo para, de forma consensuada con los sindicatos, garantizar el suministro de vacunas el mayor número de horas posible todos los días hasta el fin de la vacunación. Es cierto que en unos casos no hay vacunas suficientes, pero también lo es que en otros lo que falta es personal que las suministre.

En este panorama empiezan a multiplicarse las demandas para levantar las patentes de las vacunas. A nivel europeo se ha lanzado la iniciativa ciudadana No Profit On Pandemic (ver aquí) para recoger un millón de firmas reclamando que la Comisión Europea haga "todo lo que está en su mano para que las vacunas y tratamientos sean considerados un bien público global, accesible a todos y todas de manera gratuita". El presidente valenciano Ximo Puig envió el otro día al Comité de las Regiones una carta similar en la que afirmaba que "el acceso a las vacunas no puede estar determinado ni por el poder adquisitivo de cada territorio ni tampoco por los intereses privados de los laboratorios", y pide actuar ante esto: "Las patentes no pueden ser un obstáculo a la única salida de esta pandemia: la vacunación universal y rápida", añadiendo: "Ni el mercado ni la burocracia pueden ser obstáculo a la ciencia y a la salud ante una pandemia global". Algo similar puede estar también barajándose en la Casa Blanca, según informaciones que han ido apareciendo.

¿Cuánto nos va a costar Madrid?

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Entre las lecciones que la pandemia nos ha dejado hay dos que deberían aplicarse a las vacunas: la absoluta interdependencia en que vivimos en el planeta y que sin salud no hay economía posible. El enorme logro que ha supuesto que la ciencia fuera capaz de encontrar vacunas en tiempo récord no puede echarse por tierra por mantener unas patentes que permiten a las farmacéuticas disfrutar de una posición de control oligopolístico –e incluso de descarado chantaje– ante los Estados, la Unión Europea, la OMS o cualquier organización internacional.

La mejor política económica que hoy puede hacerse, sin duda alguna, es la vacunación. Vacunar al conjunto de la población mundial, y hacerlo lo suficientemente pronto como para evitar nuevas cepas.

Mientras se va madurando la propuesta, ¿qué tal si hacemos las cuentas de todo el dinero público invertido durante décadas en investigación primaria, gracias al cual después los laboratorios privados han podido dar con las vacunas?

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