Segunda vuelta

Ayuso y la cultura 'contra el otro'

Pilar Velasco

De la campaña de Ayuso casi lo menos preocupante es eso: la campaña. De dónde venimos desde agosto de 2019 y hacia dónde se dirige en su empeño por abonar la polarización, la tarifa plana fiscal, la exclusión y cierta opacidad administrativa marcan una tendencia cuya única novedad ahora es que sintetizan en eslóganes electorales lo que llevan haciendo un año.

Aunque Donald Trump perdiera las eleccionesambos adoptan un lugar, un tiempo y una forma distinta en cada país, en cada barrio. Y es en lo local donde cada sociedad libra su batalla para acabar con ella. Que caiga Trump no debilita a Abascal (lo vimos en las elecciones catalanas). Que caiga Trump no evita que el partido conservador de Casado no asuma los postulados de su rival. Que los norteamericanos hayan desarticulado la antipolítica no implica que aquí no sean tercera fuerza, parasiten el PP o que Macron no deba temer a los Le Pen.

En el libro Sobrevivir a la autocracia, la escritora rusoamericana Masha Gessen reflexionó sobre cómo la normalización de esa agenda es casi inevitable. “Cuando las declaraciones que parecen absurdas tienen consecuencias graves en la vida real, el mundo se vuelve un lugar confuso”. Y se pregunta: “¿Cómo podemos equilibrar nuestra percepción de los grotescos tuits, ignorantes absurdos de Trump con el poder que tienen sus palabras y acciones? Es una cuestión de respeto; el presidente no lo merece, pero su cargo sí. Esta enorme divergencia resulta abrumadora”.

Y en esa divergencia estamos. ¿Cómo diferenciar las cortinas de humo de Ayuso, las amenazas de Vox, el “comunismo o libertad”, de una oferta política que ponga en riesgo la convivencia? ¿Cómo asumir que se elogie a turistas franceses mientras se desprecia a quienes exigen recursos sanitarios?

Quizá parte del trumpismo que hemos asimilado pase por tolerar al PP de Ayuso actitudes y hechos impensables en otra formación. Y se acepta que quieran negociar con Rusia, con tránsfugas o con ultras, lo mismo da. La presidenta y el alcalde José Luis Almeida presumen de su admiración por Esperanza Aguirre, la lideresa del partido regional que protagonizó uno de los episodios más oscuros de nuestra democracia. Una dirigente responsable por omisión –y elijo un verbo de una generosidad innecesaria– de mantener a quienes cometieron todo tipo de saqueos públicos; que apoyó a sus particulares escuderos, Ignacio González y Francisco Granados, hasta su detención e ingreso en prisión. Prácticamente todo lo público que gestionó Aguirre tuvo un agujero, una comisión mal cobrada, un desfalco, un enchufe. Y ahí está Almeida, presumiendo de jugar al golf con ella; o Ayuso, erigiéndola en guía espiritual.

Un corpus moral envidiable. Volviendo al presente, hace tiempo convenimos que los cargos vinculados a hechos indecorosos no merecían puestos en listas electorales. Vuelta a la excepción en Madrid, donde cabe el exalcalde de Toleto, Agustín Conde, vetado de por vida en el Consejo de Europa por violar varios artículos del código de conducta.

Asumimos también que Ayuso negocie con un intermediario-comisionista, del PP, en nombre de la vacuna Sputnik, saltándose las competencias de la Constitución y el marco europeo de vacunación porque las instituciones resisten cualquier envite. Otra cortina de humo desobediente a la que no damos mucha importancia porque “es su estilo”. Y permitiendo la acción, se cuela el fondo. Más allá del salto legal, hay un modelo insolidario donde Madrid, otra vez, es más lista que el resto. O como ha resumido el extremeño Guillermo Fernández-Vara: “¿Queremos que nos toque lo de todos y además lo que cada uno busque?”.

Al PP le dejamos no condenar las amenazas de Vox a los migrantes mientras se exige a otros partidos, con razón, condenar los destrozos en las manifestaciones de Pablo Hassel. Igual a algunos les parece más grave la violencia de quemar contenedores que la de prometer deportar a Serigne Mbaye, portavoz de los manteros en Madrid, nacido en Senegal y nacionalizado en 2018. Como si esa agresión contra las personas, contra un Madrid diverso, migrante, multicultural, no fuera contra todos.

La conquista de la propaganda para ocultar la gestión no es nueva. Ayuso en un año tiene más fotos que Aguirre en varias legislaturas. La sesión con los envíos de China de mascarillas, la fiesta con bocatas de calamares en Ifema, el posado de luto, el llanto en La Almudena… En su estrategia solo cabe ella y de fondo: el altísimo nivel de contagios, los hospitales saturados, las muertes en residencias, las ayudas que no llegan.

Pero todo esto que Ayuso da por “normal”, que denunciamos y no cala, o que tapa con eslóganes y victimismos, se desvanece súbitamente cuando va a un hospital que no sea el Zendal. Al final hay un sanitario, un trabajador, un ciudadano, que en una frase hace añicos el show del 4M. Como esa mujer mayor, frente al 12 de Octubre, que de punta en blanco se levantó la camisa, señaló la cicatriz de un cáncer, e increpó a Ayuso con un desgarrador: “¡Estoy desatendida!”. Es un ejemplo, un testimonio, pero habrá más.

Quizá la única buena consecuencia de la polarización es que veremos revolverse a ese Madrid que no cabe o niega a verse reducido por el Madrid de la fiscalidad gratis, la elección de los seguros médicos y colegios privados, el surrealismo ultra que denuncia asaltos con “machetes en los portales”.

Dice Carolin Emcke en su ensayo Contra el odio que una sociedad verdaderamente abierta y liberal consiste “en no tener que gustarse mutuamente, pero sí tener que respetarse”. La exclusión premeditada del “comunismo o libertad”, abonado por el fanatismo de Vox, además de ir contra el otro, va en el sentido contrario de la modernidad y de la Historia, con mayúsculas, como le gusta a Ayuso. Ojalá en el torbellino de la campaña no se nos pase por alto. Porque normalizar es otra forma de olvido.

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