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Desde la tramoya

Vox en Vallecas

Luis Arroyo nueva.

Tipos duros que se encaran a pecho descubierto en defensa de su nación. Machos y hembras alfa sin complejos. Valientes promotores de la autoridad. Ese es el arquetipo de la extrema derecha, no solo en España, sino en todo el mundo. No es de extrañar por eso que Putin y Trump coincidieran en tantas cosas.

¿Qué mejor lugar para esa extrema derecha testicular que la Plaza Roja de Vallecas, Madrid, para empezar campaña ante las elecciones autonómicas del 4 de mayo? El barrio de Pablo Iglesias, el distrito trabajador por excelencia, uno de los graneros de la izquierda más militante. La elección fue un gran acierto estratégico y llevamos ya dos días sin hablar de nada que no sea la trifulca que se montó en el mitin de Vox. Recordemos que hasta antes del evento, la noticia era que, según alguna encuesta, Vox podría quedar incluso fuera de la Asamblea regional, al no llegar apenas al 5 por ciento de voto exigible para empezar a contar.

Vox ha logrado romper, al menos de momento, la lógica predominante en la campaña madrileña –o Díaz Ayuso o Pablo Iglesias– que ambos tenían tanto interés en mantener.

En buena medida lo ha conseguido, sin embargo, porque algunos grupos de izquierda le han ayudado, respondiendo a la provocación. Es cierto, por supuesto, que Santiago Abascal metió el dedo en el ojo bajándose del atril y acercándose a sus oponentes demasiado, pero de no haber habido lanzamientos de ladrillos y botellas y carga policial, el mitin de Vox habría resultado tan irrelevante como el muy pacífico del jueves en Vicálvaro, al que asistió tan solo un puñado de seguidores.

La primera lección, por tanto, es evidente: no se debe responder a las provocaciones de la extrema derecha, por mucho que ofendan. Se la debe ignorar. No hay nada que el populismo disfrute más que la victimización, ni nada que le resulte más rentable.

Abascal en la Plaza Roja: confrontar o no ante la provocación de la ultraderecha

Abascal en la Plaza Roja: confrontar o no ante la provocación de la ultraderecha

Pero la segunda lección es mucho menos obvia y, a mi modo de ver, más importante: no es cierto que la ultraderecha tenga su caldo de cultivo fundamental en las clases altas e ilustradas, las señoras de abrigo de piel y misa de doce, o los señores del Loden verde. La extrema derecha francesa, la belga, la griega, la brasileña o la estadounidense tienen amplia aceptación entre las clases trabajadoras y en los barrios más modestos; también entre los agricultores, los tenderos y los autónomos, por ejemplo. De hecho, se incrusta con facilidad en las zonas con mayor tensión racial, que suelen ser de clase trabajadora.

El fascismo, el nazismo –como por cierto también el nacionalismo estadounidense del New Deal de la misma época, véase el libro Three New Deals del alemán Wolfgang Schivelbusch–, viven de una amplia población interclasista indignada con la élite, que reclama una autoridad fuerte frente al aventurerismo y la anomia, y que prioriza los derechos de los nacionales frente a los forasteros. Nuestros abuelos saben muy bien que el franquismo no encontraba apoyos solo en los barrios ricos de Madrid y Barcelona, sino también en el campo extremeño o en las fábricas valencianas.

Vox lo sabe, y hará lo posible para quitarse el fachaleco y ponerse el mono azul, como hizo el Frente Nacional francés con tanto éxito. La Plaza Roja de Vallecas, por eso, no es solo un símbolo de la provocación y de la necesidad de victimización de la extrema derecha española. Es también una declaración de principios: Vox va a por todos. Y, o la izquierda se espabila en dotar de sentido, identidad y fuerza a sus ofertas a las clases medias y trabajadoras, o Vox lo hará con el palo y la bandera.

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