Mala hierba

Lo grosero del cómplice: la ultraderecha como coartada del poder

Portada Daniel Bernabé

Decía el Adriano de Yourcenar que nada puede ser más grosero que nuestros cómplices. Es lo que pienso cada vez que veo a esa parte de la sociedad española con entrada en el club de campo satisfecha con que el portero de su finca se encomiende a la estampita de Vox. Ese es en esencia el cometido del partido ultraderechista, ser la palangana de todas las frustraciones, miedos e incertidumbres que lo neoliberal ha provocado para que el descontento en vez de ser de clase sea de bandera, rojigualda y con pollo. Santiago Abascal, su líder, ha publicado una foto en sus redes sociales, en uno de los pocos gestos honrados que se le conocen, ataviado con gorra de campo, humo de puro y coso taurino como escenario. Gesto honrado porque lo que nos estaba declarando es que él no es el propietario sino el capataz, esa figura tan ibérica que representa el servicio al poderoso y la inclemencia con el débil. Le faltaba el látigo, de mirada torva va sobrado.

De esto va esta historia, de tener un poco de memoria común para identificar, aunque sea por la estética, la función de cada uno. También de ver cómo se han situado las piezas en el tablero, cómo en apenas dos años un partido ultraderechista ha sido bendecido por la mayor parte del autodenominado periodismo liberal-conservador, cómo el PP, que no dudó ser fiel escudero de Merkel a la hora de hacernos un siete en la sanidad y la educación, ha olvidado a la alemana en su relación con los ultras para recordar más las raíces de sus padres fundadores. Si algo de bueno tiene Vox es que se ha cargado el maquillaje europeísta, centrista y regeneracionista de la derecha española. Si algo tiene de malo es lo mismo: las mentiras a veces mantienen a los monstruos atados. Quizá sea una de las funciones de esta coalición de los dispuestos: igual que Trump hace bueno a Biden, sin serlo, Abascal hace buenos a Rajoy, Soraya y esos populares de mano larga. Benditos los tiempos en que sólo pensaban en robar.

No es que España esté polarizada, es que como siempre que la gente no vota lo que el club de campo quiere el verso de Julio César resuena entre el brandy: grita devastación y suelta a los perros de la guerra. Ahora como antes, salvo que hoy, como a los rojos en el Gobierno les alcanza para poco más que subir impuestos y no dejar que el trabajo se convierta del todo en esclavismo, les basta con mentiras digitales sin recurrir a la pólvora. Que no se nos olvide, eso sí, que los que la saben utilizar, aquellos que llevan uniforme, ya dictaron sentencia a través de sus mayores el pasado año en sendas cartas al rey que, en esto, como en tantas otras cosas, se pone como en los duros, de perfil. No, España no está polarizada por la sencilla razón de que los supuestos polos no están alineados, no son comparables, no tienen la misma categoría.

Cuando Podemos surgió en el ya sentimentalmente lejano 2014, no hubo tras de ellos ninguna conjunción astronómica donde se alinearon los planetas del dinero, la comunicación y el moho institucional. Hubo un 15M, dos huelgas generales, conflictos con médicos, profesores y hasta los revisores del tren de la fresa. Es decir, una situación de inestabilidad económica con duras consecuencias sociales que además se acompañó, como el martini a la ginebra, con una corrupción desbocada. Fue de ahí, no de otro sitio, de donde aquellos jóvenes profesores de la Complutense encontraron el combustible necesario para poner en marcha su máquina. Eso y saber leer que las televisiones habían convertido la política en espectáculo, sustituyendo el show rosa por el tertuliano, donde términos como “decreto ley” o “inflación” no acababan de brillar: se necesitaba un nuevo aire y las velas de Iglesias y compañía supieron coger el viento.

Se puede considerar que las propuestas que Podemos llevaba en su programa político de 2014, por citar algunos puntos, una renta básica universal, subir el salario mínimo, jubilarse a los 60 años, nacionalizar las eléctricas o realizar una auditoría a la deuda nacional, eran acertadas o equivocadas, no que fueran un atentado contra la democracia. Eran esencialmente las reivindicaciones que buena parte de la izquierda social, que en aquel momento marcaba la pauta en una parte sustancial de la población, cansada tras seis años de crisis, demandaba. Se puede considerar, sobre todo desde el despacho en la Castellana o la mansión en Pedralbes, que las propuestas de Podemos atentaban contra una forma de entender la economía que se llamó el “milagro económico español”, porque lo de “sistema de expolio del dinero público para el lucro privado” quedaba, a lo mejor, demasiado cáustico. Lo que no se podía deducir de ellas era que buscaran la destrucción de España, como se escribió, desde muchas tribunas, no sólo conservadoras, en aquellos días.

Una película de serie B

Una película de serie B

Es decir, que pretender trazar una equivalencia entre derogar una reforma laboral lesiva para los trabajadores con los berridos belicistas que suelta Abascal cada vez que tiene un micrófono delante es, en el mejor de los casos, estar despistado y en el peor ser un colaboracionista. De Vox sabemos, por boca de Ignacio Garriga, el 4 de julio de 2019, que su partido consideraba que “la sanidad universal y gratuita es una lacra”. Sabemos que sus propuestas económicas son netamente neoliberales, tanto como las de esos “organismos globalistas” que tanto gustan, en su retórica más conspiranoica y demente, decir combatir. Sabemos que quieren bajar impuestos a los que más tienen y poco más. ¿Han escuchado alguna vez hablar dos palabras a alguno de sus líderes sobre salarios, convenios colectivos o derechos laborales? Quizá tenga algo que ver que a la mitad de sus diputados no les caben los apellidos en el buzón y a la otra mitad les sobra con una cuartilla para imprimir su vida laboral.

Por eso, no por otra cosa, por un interés de clase, Vox existe y ha sido tolerado, amparado, financiado y consentido por los que durante unos años se denominaban constitucionalistas: para que la frustración y el descontento en vez de encauzarse en una manifestación o un sindicato se exprese mirando de reojo al vecino extranjero del 4B. Que el metro de Madrid aparezca lleno de basura, sin estar los operarios de la limpieza en huelga, es producto precisamente de este fenómeno de traslación emocional tan antiguo como efectivo. Su cartel, abyecto, cobarde y mentiroso, no critica que haya pensiones vergonzosamente bajas, sino que fabula con que al moro le dan un saco de dinero para que nadie se cuestione por qué en plena crisis el IBEX sigue repartiendo dividendos mientras que a usted no le alcanza para pagar el alquiler.

Incluso dejando la solidaridad a un lado, incluso dejando el interés de que una sociedad es más segura cuanta menos desigualdad y más integración sea capaz de ofrecer, la propaganda electoral de Vox debería despertar nuestra indignación por ser, en último término, una coartada para los que ustedes ya han adivinado: los del club de campo. Jode y descorazona que, tras la Gran Recesión de 2008, tras un 2020 pandémico donde el neoliberalismo se volvió a demostrar inútil, la salida ideológico-sentimental para unos cuantos imbéciles que chupan metro cada mañana vaya a ser esta: la culpa de todo la tiene un adolescente norteafricano que llegó a España sin sus padres. Algunos delinquen, es cierto. Delinquen bastante menos, habría que recordar, que condesas, banqueros, ministros, comisarios de policía y hasta algún señor con corona. Pero a esos, el capataz Abascal, no tiene, ha tenido ni tendrá la valentía de sacarles en su publicidad electoral.

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