La portada de mañana
Ver
El Gobierno sacará adelante el plan de reparación para víctimas de abusos con o sin la Iglesia

Segunda vuelta

Vox en la pirámide del odio

Pilar Velasco

Hace tiempo que pasamos de las campañas del miedo a las del odio. El bulldog avisando de la llegada de la derecha, el ‘vienen los rojos’, era parte del juego electoral, política de bloques de consecuencias manejables. La crisis secesionista en Cataluña abrió una grieta en la convivencia desconocida en democracia. Poco después llegaría Vox, camuflando supuestas políticas donde sólo hay amenazas, señalamientos, incitación a la violencia y la exclusión del ‘otro’. Su lista es larguísima: mujeres, transexuales, inmigrantes, negros, pobres. Pero en Madrid, por muchas razones, no acaban de romper sus dos apuestas electorales: conquistar al obrero y sacudir el odio.

Sabemos que las campañas de agitación de la ultraderecha sustituyen a su incapacidad de hacer y plantear políticas. Solo les queda mover banderas o aporrear con ellas. Es frustrante porque hace tiempo que conocemos el truco burdo de la provocación ultra donde buscan que nuestra indignación sea su cámara de eco. Colocan un cartel xenófobo en Madrid, se gastan nada y menos, llevan el discurso al Congreso y el resto llega solo. Pero a los periodistas no nos queda otra que desmentir sus falsedades. El dato y el fondo.

La fórmula de despojar de toda humanización a las personas, de derechos y dignidad, de elegir al débil porque no puede responder, dibujar un enemigo para proteger privilegios e incompetencias, está inventado. Claro que es mentira que los menores extranjeros reciben una paga de 4.700 euros, pero también lo es todo lo demás. Vox se mete con los menores inmigrantes porque no pueden defenderse. Porque lo que está fuera de la ley son sus propuestas, no las personas. No pueden deportar al candidato de Podemos Serigne Mbaye porque tiene nacionalidad española. Y Madrid no puede devolver a nadie a su país de origen porque no tiene esas competencias. Y de tenerlas, está prohibido. En España y en Europa un menor sin familia localizada pasa a ser responsabilidad de la administración. Se llama humanidad y reglas del estado de bienestar.

Ayuso, en los micrófonos de la SER, ha desmentido a Vox: No es cierto que el coste sea de 4.000 euros. Son 269 (o 218, depende del registro que se consulte) en una población de 7 millones. Casado lo ha calificado de publicidad engañosa. Una comparación tibia que encaja mejor para hablar de reducción de impuestos que de xenofobia. Se puede ir más allá, pero no quieren. Ayuso no está de acuerdo con un cartel racista, pero sobre el resto de Vox “depende para qué cuestiones”. Como si se pudiera ser demócrata por áreas o a tiempo parcial.

El pensador Tzvetan Todorov escribe en La conquista de América que las dos grandes figuras de relación con el otro son la desigualdad y la identidad. Una es económica y otra cultural. Ambas categorías convierten en el “otro”, en los ‘inadaptados’, a los que son distintos y por tanto no tienen derecho a ser protegidos.

La defensa a ultranza del liberalismo y el individualismo de Ayuso en esta legislatura deja un terreno abonado para que VOX señale mientras el PP se pone de perfil. Su discurso de las colas del hambre convierte ‘al otro’ en una carga y a su idea de ‘nosotros’ en un estrato social indefinido donde solo caben los que tienen éxito. Llamar ‘mantenidos’ y ‘ciudadanos de segunda’ a las familias que necesitan bolsas de comida, por mucho que sea para atacar a la oposición, estratifica de manera muy consciente un Madrid para los que tienen trabajo, por más que el desempleo sea un problema estructural. Dibuja una clase social que excluye a los que menos tienen. Una ciudad donde al salir del trabajo todos somos iguales porque vamos de cañas. Da igual que vivas en un chalé en Arturo Soria o cojas el cercanías durante una hora y compagines tres trabajos para hacer un sueldo.

El buen madrileño acaba de fiesta en una terraza. La persona vulnerable, el parado, el que no llega a fin de mes, si no lo celebra se queda fuera. Esta negación de las condiciones precarias, de la pobreza y la desigualdad social hace que quien la padece se sienta culpable. Y consigue que otros, algunos de ‘los suyos’, les vea como ella misma ha calificado, “los subvencionados”. Ignorar la brecha de la desigualdad en Madrid se llama aporofobia. Es un odio más líquido y más sutil, un trumpismo buenista que deriva en las frases trampa del “ayudas para quien se las gana”, “si no tienen trabajo es porque no quieren”, “inmigración sí, pero legal”.

Podríamos responder con que mantener a los cargos de Vox en las Cortes y pagar su sede con fondos públicos de nuestros impuestos cuesta mucho más que lo que recibe cualquier persona vulnerable en nuestro país. O que el color de piel de Santiago Abascal, como el mío, es bastante más parecido al del menor encapuchado que colocan en sus carteles que el de la señora que representa a la “abuela”. Pero poner el debate en el precio por mantenerlos sería hacerles el juego abonando el terreno de la antipolítica. La democracia provoca estas tensiones, la de subvencionar con el dinero de todos, como dicen ellos, la representación de quien vulnera sus reglas.

Hay ciertos odios de los que tienen que hacerse cargo la fiscalía y la policía. Pero las distintas formas de discriminación, las pequeñas e implacables estrategias de exclusión que se manifiestan en los discursos políticos, en gestos, en determinadas prácticas y convicciones son responsabilidad de toda la sociedad. Igual que no sabemos el día exacto en que pasamos del marketing político tradicional a estas corrientes, tampoco podríamos decir el momento exacto en que la política, sobre todo la conservadora y secesionista, apostó por enfrentarnos unos a otros, por otorgar licencia para odiar. “El odio se siembra”, decía Iñigo Errejón en el Congreso. Así es, el odio no está ahí fuera, sin más. El odio lo fabrican.

Más sobre este tema
stats