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Buzón de Voz

Los demócratas somos más (si votamos)

Jesús Maraña nueva.

Hay dos motores principales para la movilización del voto ante unas elecciones: la ilusión o el cabreo. El cambio o la indignación. El espacio electoral de las derechas lleva en estado de cabreo permanente mucho tiempo, todo el que a tal fin han dedicado muchísimas energías tanto el PP como Vox y sus medios simpatizantes, cómplices o encubridores, sin y con pandemia. Utilizando para ello desde la deslegitimación del Gobierno de coalición hasta las mentiras, insultos y bulos distribuidos con las técnicas más eficaces aprendidas del trumpismo. No hay encuesta que no haya reflejado hasta este viernes una máxima movilización en Madrid de las derechas y una mayor atonía, escepticismo o incluso derrotismo en las filas progresistas (aunque sólo fuera por tradición y melancolía). Ahora se trata de democracia y decencia.

Todo (o al menos algo relevante) puede haber cambiado a raíz de la provocación de Rocío Monasterio que este viernes llevó en primer lugar a Pablo Iglesias y después a Ángel Gabilondo y a Mónica García a un “hasta aquí hemos llegado”. A falta de una capacidad clara de la izquierda para ilusionar con nuevos objetivos, nuevas formas y una nueva concepción de la política clientelar instalada en el gobierno de Madrid desde hace 26 años, quizás el cabreo cambie de lado. Sobran los motivos.

Para ser totalmente sincero, y desde un respeto absoluto (y obvio) al voto de cada cual, a uno le parece que cualquiera que se moleste en comprobar la cruda realidad de la gestión del Gobierno de Ayuso en las residencias de Madrid (ver aquí) tiene que mirarse al espejo y hacer examen profundo de conciencia antes de decidir su voto o su abstención. La debilidad, las mentiras y la indolencia de Ayuso en el debate a seis (primero y último) de esta campaña lo ratifican: se puede hacer mucho teatro en política, pero lo cierto es que en los geriátricos madrileños ha habido un exceso de mortalidad indecente y evitable. Allá cada cual con su escala de valores. ¿Honrarás a tu padre y a tu madre? Pues además de rezar, hazlo.

La candidata de Vox llegó este viernes a la cadena SER con la indisimulada intención de que la expulsaran (ver aquí), en busca de ese victimismo mediático que tan bien le funcionó a Donald Trump (hasta que fue derrotado en las urnas). Y para ello hizo visible (y audible) lo que los datos fríos a menudo no retratan: la falta de respeto, la mala educación, la prepotencia del capataz, la soberbia del dueño del cortijo, la concepción de una España predemocrática en la que sólo caben los “buenos españoles”, concretamente “los nuestros”, como definió Vox en el Congreso a esos militares retirados que sueñan con fusilar a “26 millones de hijos de puta” (ver aquí). Si esos son los suyos, ¿a quién puede extrañar que Monasterio haga chanzas en lugar de condenar las cartas enviadas a Iglesias, Marlaska y la directora de la Guardia Civil con amenazas de muerte y unas cuantas balas dentro?.

La frase de Ángels Barceló a Monasterio en el momento más tenso del dinamitado debate lo dice todo: “¡Esto no es un espectáculo, sino un debate electoral entre demócratas!” (ver y escuchar aquí). Ahí está el quid, que desgraciadamente no se percibía hasta este viernes en la campaña del 4-M: se trata de una disputa entre demócratas y antidemócratas.

Ayuso, ausente, tendrá que afrontar lo inevitable. Ser demócrata, aquí y en todo occidente desde la Segunda Guerra Mundial, es ser antifascista. Y pocas veces como este viernes ha quedado tan al desnudo dibujada la esencia antidemocrática de Vox, hijo pródigo y “mantenido” de quien depende el PP para seguir gobernando Madrid. Y quizás también España si no asumimos lo que el 4-M está en juego. “Los demócratas somos muchos más”, insistían Barceló y también Gabilondo y Mónica García, mientras Edmundo Bal reivindicaba un centro que no existe cuando se trata de elegir entre democracia y neofascismo. Quedan diez días para demostrarlo.

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