Ultreia

La masa

El vídeo está por todas partes. Unas campanadas como las de antes en la Puerta del Sol, kilómetro cero de España y sede de la presidencia de la Comunidad de Madrid. A pleno pulmón, al ritmo de un tambor improvisado, con los brazos en alto, sin mascarillas ni distancia de seguridad, una masa enfervorecida corea el manifiesto alcohólico. “¡Hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual!”.

Como imagen, de esa que gusta tanto a algunos medios, lo tiene todo y más, porque el vídeo acaba con varios y sonoros: “¡Viva España!”. Bingo. En la copa del gin-tonic ya no caben más especias: la fatiga pandémica, la ilusión por que todo vuelva a ser como antes, una reivindicación de la libertad sin responsabilidad y la piel de toro, de nuevo rasgada por la frivolización. Sólo han pasado cinco días de las elecciones en Madrid y su celebración en la sede del PP en la calle Génova. No hay que ser muy sofisticado para encontrar ciertas conexiones.

Descodifiquemos. El sábado por la noche hubo muchos irresponsables, pero no se puede tomar la parte por el todo. La mayoría de la población fue y suele ser más responsable. Tampoco es justo identificarlos con una ideología o reducir unas elecciones a una borrachera de productos que nublan el discernimiento. Ojalá fuese tan fácil. Eso es comportarse como miembros de otra masa: la que categoriza, caricaturiza, critica los comportamientos con el único propósito de mostrarse superior, los desdeña poco menos que como comportamientos involuntarios de personas manipuladas o los utiliza políticamente contra el rival. En política, como en periodismo, los matices son escrúpulos. La realidad, que es compleja, a menudo no cabe en el tuit viral del momento.

¿De qué masa eres tú? ¿Puedes ser durante un ratito de una y después de otra? ¿Cada vez nos seduce más el jolgorio de la masa sea cual sea?

Para responder a esas preguntas puede ser útil una ficción como la de Peter Grimes, la ópera de Benjamin Britten que este lunes se despide del Teatro Real. A nada que uno se abstraiga, parece un telediario. En el pueblo de Borough también hay una masa enfervorecida a la que le da igual su propia degradación hasta el punto de confundir su alienación con dignidad colectiva. No grita “Viva España” sino Viva Borough, el pueblo que condena sin pruebas a un pescador que regresa de la mar tras un naufragio en el que accidentalmente muere su aprendiz.

La masa chismorrea, se ríe de él porque es diferente y lo somete a un acoso que llega a su propia casa. Son más y celebran en las calles, tambor incluido, con alcohol y odio a raudales, su irresponsable comportamiento de manada. La realidad no importa. Ni siquiera quieren conocerla. Es una masa orgullosamente desinformada. Finalmente abandonado por las dos únicas personas que habían rechazado los rumores, hunde exhausto su barca en el mar ante la indiferencia del pueblo. Un suicidio escalofriante, una música hipnótica y una producción brillante. 

En la costa de Suffolk ficcionada por Britten también se vive la libertad a la madrileña. “Vivimos y dejamos vivir. No nos metemos donde no nos llaman”, repiten machaconamente mientras machacan al inocente. Un atentado a la libertad en nombre de la libertad.

La historia tiende a repetirse, pero cada generación la vive a su manera. Porque si hablamos de comportamiento irracional en masa, basta recordar que la obra se estrenó en el Londres de junio de 1945, durante los estertores de la Segunda Guerra Mundial en la que millones de personas formaron parte de una enajenación colectiva, un odio al diferente y una banalización del mal. Pero incluso en ese contexto, el pescador Peter Grimes no se representa como un angelito. Huraño y ambicioso, no queda claro si es un asesino, un maltratador o un pederasta. Hasta el final, no es fácil empatizar con él. A más pequeña escala, el drama tiene infinitas lecturas, más psicológicas que políticas, sobre el comportamiento de grupo y la aceptación de la diversidad.

Lo extraño no es el comportamiento animal de la masa, sea en la forma y época que sea. Esa que no necesita procedimientos, pruebas o análisis sino tan solo la potencia amplificada de un sentimiento. Lo eternamente alucinante es que desde la propia democracia se fomenten comportamientos disolventes de la propia democracia. Que sean sus propios dirigentes o instituciones los que enciendan la primera antorcha.

No se puede criminalizar a los votantes. Todas las personas son respetables y, además, votan por diversos y respetables motivos a menudo muy poco simplificables. Por otra parte, es absurdo combatir la ilusión por dejar atrás la peor pandemia en un siglo. Pero, ¿es inexacto decir que el lema “comunismo o libertad” es una estrategia electoral deliberada, diseñada desde el poder para polarizar al electorado, desprestigiar al contrario y manosear irresponsablemente algo tan preciado como la libertad? No es tomar partido. Es, sencillamente, periodismo. Contraste y análisis. En los EEUU de Donald Trump los principales medios del país tenían claras este tipo de cosas, como recordó hace unos días Jesús Maraña en infoLibre. Eso sí, por más que durante la campaña se produjeran comportamientos profundamente antidemocráticos, pasada la cita electoral la democracia sigue vigente. Afortunadamente, sigue siendo más grande que sus amenazas.

Cuando se dice que “sin periodismo no hay democracia”, no se trata (sólo) de una proclama corporativista. Y si el periodismo va mal, preguntémonos cómo de plena es la democracia. Preguntémonos, por ejemplo, cuánto espacio ocuparon en la última campaña los debates sobre la gestión de los asuntos del día a día de los madrileños. No me refiero a sensaciones o “relatos” sobre la gestión, ni a la gestión de otros ámbitos (que tienen sus propias elecciones) ni a los sentimientos capitalizados sino a los debates contantes y sonantes sobre la realidad cotidiana. Con cifras y datos contrastados.

No hay libertad sin responsabilidad, porque la libertad no opera en el vacío. Ni hay libertad sin libertades, múltiples, diversas y ajenas, porque la sociedad no es una selva. Por eso, pasadas las elecciones, caen las caretas.

Pasadas las campanadas improvisadas de la Puerta del Sol y otros lugares con el fin del estado de alarma, dirigentes compungidos recuerdan, como el alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, que lo de la libertad era tan solo un eslogan para la campaña.

“Vivimos en sociedad, hay un marco en el que nos tenemos que mover. La libertad no consiste en infringir las normas”, dijo este domingo. Vaya. El sentimiento de libertad tampoco era libre. También recordó que el botellón está prohibido a pesar de que la policía local pudo haber actuado de manera más contundente. Demasiado poco y demasiado tarde tras meses luchando para que se levantase el estado de alarma y sus restricciones apelando a que la sociedad es mayorcita para protegerse. Demasiado poco y demasiado tarde cuando la Comunidad de Madrid sigue teniendo numerosas herramientas y restricciones a su disposición (incluido un toque de queda vigente en otras comunidades) que no se utilizan solo para seguir responsabilizando al Gobierno central de todo a la vez: de los controles y de la falta de ellos.

El liderazgo no consiste en ponerse a la cabeza de una masa que grita (o, peor, enardecerla para ganar votos) sino precisamente en domarla en favor del debate democrático del conjunto de la sociedad. Porque ni hemos venido a emborracharnos ni el resultado puede darnos igual.

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