Avanti tutti

Siendo facha se vive mejor

Miguel Sánchez Romero.

Pues, resulta, que me he hecho de derechas. No ha sido un cambio repentino, algo que haya ocurrido así de un día para otro (aquí los detalles de mi evolución). El proceso vino a durar un par de semanas. Más o menos lo que tardas en llamar a Endesa y que te atienda un humano.

Llevo siendo de derechas –de la sincomplejos, de la altright– unos ocho meses y, francamente, si pueden ustedes permitírselo, les aconsejo que se hagan. Se vive mucho mejor y hay aspectos en los que el cambio apenas se nota. A fin de cuentas, entre un miembro de la derecha alternativa como yo y uno de la izquierda dura –¿como ustedes?– no hay más diferencia que la que pueda haber entre dos AVE circulando en dirección contraria: el sentido de la marcha. Quitando ese detallito, ambos son máquinas precipitadas a gran velocidad, desplazándose por raíles sin posible desviación, sin tiempo apenas para observar el paisaje por el que transitan y fuera de cobertura gran parte del trayecto.

Pese a las semejanzas, ser de derechas es bastante más cómodo. Por seguir con la metáfora de los trenes, mientras el AVE en el que viaja la derecha no hace más que tres paradas (pongamos: Dios, patria, rey), el que lleva a la izquierda se detiene en todas las estaciones por las que pasa (lucha de clases, nucleares no, tercera república, abolir los transgénicos, lenguaje inclusivo, derecho a decidir, defender a Fernando Simón, criticar a Amancio Ortega…) lo cual hace el viaje insoportable.

El resultado es que en la derecha solo has de cumplir diez mandamientos mientras que la izquierda tiene tantos que ir al infierno llega a parecerte un buen plan. Al final, uno deja de ser de izquierdas por el mismo motivo por el que se traspasa una cafetería, por no poderla atender.

Tomemos como ejemplo esta pintada: Limitando el arte callejero limitas al pueblo. Juro por Dios que en todo el tiempo que he sido de izquierdas ni por un solo instante se me ha pasado por la cabeza limitar al pueblo. Al contrario, siempre reverencié a esa masa inexacta de individuos como poseedora de los mejores atributos. Nunca dudé de su inteligencia, su infalibilidad, ni de que en su enorme extensión estaba constituida íntegramente por buenas personas. Es verdad que, aunque solo fuera por la ley de probabilidades, cabía la posibilidad de que, inadvertidamente, entre ellos se pudiera haber colado algún hijo de puta. Pero me obligué a no pensarlo.

¡¿Negarle una vacuna a Pedri?!

¡¿Negarle una vacuna a Pedri?!

Ahora bien, aunque mi intención, como digo, no haya sido jamás limitar al pueblo, ¿puedo yo estar seguro de no haberlo hecho? Me temo que no. Cabe la posibilidad de que, en alguna ocasión –por error y sin mala intención– haya yo limitado al pueblo al considerar un mamarracho lo que, en realidad, era arte callejero. Cosa que me sabe mal por el pueblo y por el artista incomprendido que, tras pintarrajear un vagón de metro, pudiera ver tambalearse su autoestima por mi crítica desfavorable. El pueblo es así, un titán invencible con alma de colibrí.

En la derecha eso no pasa. Primero, porque a nosotros el arte callejero nos la suda –dicho sea desde el respeto y la tolerancia–. Y segundo, porque nuestro referente no es el pueblo, esa cosa hipersensible y tiquismiquis. Nosotros apelamos a los españoles. Una estirpe gloriosa de aguerridos conquistadores. Cuarenta y siete millones de irreductibles héroes a los que nada ni nadie pueden someter.

Salvo los menas. Son nuestro talón de Aquiles. Reúnes a doscientos y pico y tenemos otro drama como el de la Armada Invencible.

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