Mala hierba

Callejones difíciles y estrechos

Portada Daniel Bernabé

En un acto de homenaje al malogrado Alfredo Pérez Rubalcaba, la entrega del Premio Rojana, el expresidente Felipe González ha lanzado unas palabras que todo el mundo ha interpretado como un análisis de los indultos que el Gobierno ha aprobado este martes: “Hay algunas decisiones que nos llevan a callejones difíciles y estrechos, si no se tienen claros los marcos constitucionales que se tienen que respetar”. Ha añadido que se puede estar en contra de la Constitución, pero no vulnerarla, para acabar expresando que: “Tenemos que respetar la institucionalidad y la constitucionalidad, incluso con voluntad de cambio”.

Más allá de la lectura que hagamos sobre el personaje público de González, uno que siempre ha estado presto a criticar con duras palabras al Gobierno de coalición progresista, incluso en los peores momentos de la pandemia, sus palabras en este acto expresan una preocupación razonable: los indultos son una equivocación porque quien los recibe no ha expresado una voluntad de enmienda clara, pudiendo volver a la senda independentista de la ruptura ilegal con el Estado. Yo quiero creer que González se equivoca, que dentro del independentismo hay mentes lo suficientemente sensatas para saber que la aventura del 2017 está finalizada y que el nuevo contexto, también internacional, requiere de otras formas y tiempos.

Lo cual no implica que viendo la actitud de Junts y la CUP, también de sus organizaciones civiles, sea difícil no sentir inquietud ante los meses que vienen. Quiero también pensar que, en política, hay siempre una diferencia entre el fondo y la escenografía, y que el independentismo tiene una hipoteca sentimental con sus propios simpatizantes, una que de momento nadie se ha cobrado, por lo que amortizarla puede resultar tan caro como traumático. Su apoyo en Cataluña, según los procesos electorales, no ha sufrido mella desde aquel otoño del fin del procés, algo extraño teniendo en cuenta que aquella proclamación de la república catalana fue un acto de virtualidad posmoderna donde nada de lo que podía haberles procurado la secesión estaba preparado ni definido.

Eso debería haber enfadado a muchas personas que creyeron, o prefirieron creer, que toda la responsabilidad de aquella situación era del Gobierno central. Ayudó bastante a mantener esta ausencia de crítica, precisamente, tanto la actuación policial el 1 de octubre como la narrativa del juicio sesgado y la represión carcelaria a los políticos responsables. También no saber leer que, más allá del Ejecutivo de Rajoy, hubo sectores del Estado profundo, los mismos que han acosado impunemente al Gobierno de Sánchez, que vieron en aquella declaración independentista el corolario perfecto para la restauración reaccionaria tras los agitados años con los que comenzó la anterior década.

Por eso los indultos tienen tantos enemigos, a unos les rompen la narrativa de la España irreformable, despiadada y opresora y a otros les quiebran la oportunidad de haber transformado Cataluña en el Belfast de los años 70, un contexto que aseguraría, mediante un enemigo común, una hegemonía derechista en el resto de España y una izquierda timorata y silenciada. Aunque sólo sea por romper estas dos narrativas, teniendo en cuenta el riesgo que implica pretender dialogar tomando el té a lomos de un cocodrilo, los indultos merecerán la pena.

Por cierto, la sensación viendo la escasa asistencia a Colón, viendo el fracaso de la recogida de firmas del PP, teniendo el oído atento en el bar, es que los indultos no preocupan demasiado a la gente común. No nos engañemos, esto no significa que el independentismo no siga concitando, a derecha e izquierda, grandes antipatías en España, ni que, llegado el punto de una nueva huida hacia delante secesionista, los indultos no se puedan volver en contra de Sánchez. Significa que, aquí y ahora, no se sitúan como inquietud general de la población porque la gente lo que quiere es llegar a fin de mes, saber que todo el pifostio vírico va a tocar a su fin y, por qué no, pasar un verano agradable después de un año y medio de demasiada inquietud, miedo y lágrimas cuando nadie nos ve. España, aunque se ponga camisa de palmeras, anda jodida, pero ese es otro tema.

La cuestión es que las palabras de González, la de las decisiones que nos llevan a callejones difíciles y estrechos, a mí me han hecho pensar no en el Gobierno y en los indultados, sino en la derecha y los ultras, que son, desde mi punto de vista, el verdadero peligro para la convivencia que en estos momentos enfrentamos. El señor González, se lo dice alguien infinitamente menos importante que él, pero, por motivos bastante dispares, también crítico con el actual progresismo, quizá lo que debería hacer es fijarse menos en Moncloa y más en Génova, aunque sea por esa responsabilidad de Estado que los expresidentes nos deben a todos y tendrían que deberse a ellos mismos.

González sabe, si la memoria no le falla, que él se enfrentó con una derecha golpista en los años de la Transición. También que, llegado el momento, en su última legislatura, una coalición de los dispuestos comandada por algunos periodistas se conjuró para echarle de la Moncloa. Probablemente motivos había de sobra para un cambio de presidente, pero eso quien lo debe hacer efectivo es la soberanía popular mediante unas elecciones, no la política del susurro en reservado de asador. Y de ahí, de aquellos años que van de 1993 a 1996, poco explorados porque a nadie le interesa zambullirse en ellos, en adelante.

Un adelante con un Gobierno presidido por José Luís Rodríguez Zapatero que se enfrentó, desde antes de iniciar la andadura, con un nuevo “sindicato del crimen” dispuesto a sacarle a patadas de su cargo al precio que fuera. Y ¿cuál fue ese precio? Pues, entre otros, volver a dar alas a la ultraderecha mediante maniobras basadas en la conspiranoia, los Peones Negros, hasta reavivar la reacción más visceral contra la ley del matrimonio igualitario. También, que no se nos olvide, recoger firmas contra el nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña buscando en su preámbulo, uno sin valor jurídico, las vueltas para destruir lo que el presidente leonés y los políticos catalanes habían logrado mediante el diálogo y el acuerdo. De estos lodos, y de una CiU que quiso escapar de la corrupción y los recortes mediante la fraseología independentista, vinieron los barros que ahora estamos intentando limpiar.

A José María Aznar y a Mariano Rajoy se les hizo una oposición dura, con la diferencia de que estaba basada en hechos reales y no en intoxicaciones. Las reformas laborales, la Guerra de Irak, los recortes o la corrupción provocaron el descontento de muchas personas, que llegaron a plantear nuevas opciones políticas e incluso un proceso constituyente frente al descalabro social y la crisis de representación. Eran temas reales a los que se contestó, de manera acertada o errónea, pero basándose en la realidad de que las decisiones se tomaban mediante las urnas y no mediante los conciliábulos. Mientras que los que gritaban lo de “Zapatero, vete con tu abuelo” lo hicieron sin mayores problemas, los que se opusieron a los despidos, los desahucios o los sobres fueron breados a multas y a hostias.

Pablo Casado, en el fondo, no ha inventado nada, dejándose mecer entre tímidos intentos de construir una derecha diferente y la pesada tradición del aznarismo, hoy actualizada por Ayuso, Abascal y, no lo olvidemos, el impaciente, torpe y ambicioso Albert Rivera. Una tradición que marca que, cuando las urnas no votan lo que tú quieres, hay que descalificar de todas las formas y modos al Gobierno, inventarse los delitos que comete, machacar con que quiere destruir España y, en último término, considerarlo ilegítimo, esto es, susceptible de ser derribado de la forma que sea. Y eso sí que es internarse en un callejón estrecho, difícil y sin salida.

Cuando educas a tus votantes en la consigna de que Sánchez está conchabado con los independentistas para buscar un “cambio de régimen”, lo que estás haciendo es, además de mentir, azuzar un conflicto que va a perjudicar a España para intentar sacar réditos electorales del mismo. Casado no se cree lo que dice, ya que si así fuera debería inmediatamente denunciar el supuesto complot en los tribunales, un Poder Judicial del que mantiene secuestrado la renovación de su Consejo General simple y llanamente porque le da la gana, uno que suele ser favorable a la derecha en casi todas sus decisiones. El problema no es que Casado mienta en un tema tan grave, el problema es que muchos de sus votantes, no digamos ya los afines a Vox, se lo creen. Y luego vete tú a explicarles que todo se trata de una sobreactuación de un carácter tan mezquino como electoral.

Muchos, por época, edad y necesidades sociales, ni votamos a Rubalcaba ni estuvimos en sintonía con su forma de entender el progresismo. Pero justo es reconocerle, a los dos años de su fallecimiento, que tuvo la serenidad y la valentía de sentarse a discutir en una mesa con aquellos que confrontaron su proyecto, mientras que otros que hoy le homenajean tuvieron la ceguera, una que les costó cara, de desprestigiarlos. Sería deseable tomar hoy su ejemplo para los dos años que nos esperan, unos donde la fuerza de la razón y la palabra se va a enfrentar con la seducción de la intoxicación y la mentira.

Más sobre este tema
stats