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Qué ven mis ojos

El neoliberalismo divide el mundo en dos: a un lado la macroeconomía y al otro los microciudadanos

Una sociedad cínica es la que admite que la estabilidad se basa en la desigualdad

El dinero no crece en los árboles, suele decirse. El dinero no nace, se hace, no es un bien de la naturaleza sino otro de los inventos que hizo la humanidad contra sí misma, igual que el de las armas, y que sirve exactamente para lo mismo: para que unas personas intenten someter a otras y usarlas en su beneficio. No queremos darnos cuenta, pero es un despropósito que alguien en este mundo pase sed o hambre y no porque falten alimentos, que por ahora sobran, sino porque no pueda pagarlos, no tenga unas monedas para comprar agua y comida. O ropa y medicamentos. La inmensa mayoría de quienes no trabajan no es porque no quieran sino porque no pueden o no les dejan. Y no hace falta irse al tercer mundo, donde la situación es obviamente mucho más dramática, para contemplar el espectáculo de la marginación, porque lo tenemos a la vista en los comedores sociales de nuestras calles, a cuyas puertas cada vez son más concurridas las filas de los desposeídos, o los podemos contemplar tirados por las aceras, pidiendo limosna al pie de los escaparates. 

La crisis amenaza, la desigualdad crece y los abanderados y correveidiles del neoliberalismo, sin embargo, siguen pidiendo que los sueldos no suban, que los despidos se abaraten, que los alquileres no se regulen, que los desahucios no se detengan, que los precios de la luz o el gas no se limiten, que los bancos no devuelvan los millones con los que se les rescató del abismo que ellos habían cavado o que no se impida a sus consejos de administración repartirse las ganancias cuando las pérdidas se socializaron y tuvimos que pagárselas con nuestros impuestos… Uno de sus jefes, y lo podemos llamar de ese modo porque aquí hay quienes dan órdenes a los que mandan, lo resume llamando “radicales” a las ministras que luchan contra el saqueo de las hidroeléctricas y tratan de evitar que él siga cobrando casi cuarenta mil euros al día mientras tantas y tantos se las ven y se las desean para poder pagar la factura que les manda su empresa. El dinero no crece en los árboles, pero sí en las torres de alta tensión y en las cañerías del gas.

También crece en los hospitales y las escuelas que se privatizan. O en las funerarias que antes eran municipales, o en los servicios de recogida de basura… O en los psiquiátricos, tal y como ha dejado claro la más reciente investigación del periodista Manuel Rico en infoLibre, que revela el modo en que cuatro empresas de salud mental se llevan cada año ciento cuarenta millones procedentes, la mayoría de ellos, de fondos públicos. Los billetes de color violeta se multiplican en todo aquello, en fin, con lo que se puede especular y se transforma por arte de magia, nada por aquí, todo por allá, en un gran negocio para unos cuantos y que va contra los intereses de todos los demás. Eso es lo que dicta y promueve la macroeconomía, que es otra de esas palabras que se han inventado los de arriba para hacernos sentir diminutos con respecto al poder y a la que, como todo tiene su cara y su cruz, es fácil buscarle su mitad en sombra: el reverso de la macroeconomía son las y los microciudadanos, que ven cómo la Tierra siempre está cuesta arriba para los de su clase, ven que a ellos los persiguen hasta el fin del mundo por una multa de tráfico mientras otros salen impunes de delitos de ocho cifras; o cómo a cualquier autónomo lo acorrala y exprime Hacienda al tiempo que un rey defraudador se libra del peso de la ley y se va de rositas y de otras cosas con ayuda tanto de sus abogados como de los fiscales y tras devolver una parte minúscula de lo que se llevó a sus paraísos fiscales. Según escribe Carlos Enrique Bayo en Público, Juan Carlos I y los gestores de su fortuna también han conseguido “que la Fiscalía omita un año clave en su petición de datos a Suiza y lo libre de la Justicia”, tras dos años batallando para evitar que se conociesen “las operaciones de 2015 en las cuentas de la Fundación Zagatka en el Credit Suisse de Ginebra, porque en ese año se hicieron allí numerosas transacciones para limpiar el historial bancario del Emérito tras su abdicación”. Hay quienes lo defienden a capa y espada, que es como al parecer se defiende a un soberano, y no parecen comprender que aunque todos y cada uno de los méritos que le atribuyen fuesen indiscutibles, eso no lo faculta para ponerse el mundo por montera y cometer delitos financieros.

Una sociedad cínica es la que admite que la estabilidad se basa en la desigualdad. Las nuestras lo serán más en la medida en que los mensajes de la ultraderecha sean oídos y sus amenazas nos den miedo. Ojalá no lo consigan, porque aquí pasa al contrario que en la famosa frase del Quijote: estos ladran para que no cabalguemos.

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