¡A la escucha!

El complicado ejercicio del perdón

Helena Resano nueva.

Siempre le he dado vueltas y vueltas a la frase “Perdono, pero no olvido”. No acabo de entenderla muy bien, porque quien recuerda la ofensa, sigue doliéndose de ella. Sigue reviviéndola y dejando que esa herida no acabe de cerrarse. Si perdonas, pasas página. Asumes que quien te hizo o te dijo eso que tanto te dolió se equivocó, no lo hizo queriendo, no era consciente del dolor de sus palabras, y lo dejas pasar. Pero no olvidar es condicionar el perdón, hacerlo rehén de los recuerdos, de la memoria. Y, por tanto, realmente nunca acabas de perdonar. Si no olvidas, esa persona seguirá siendo para ti alguien que, en un momento dado, te decepcionó: confiabas en ella, confiabas en él, y no estuvo a la altura. Si olvidas, puedes empezar de nuevo, puedes olvidar ese episodio y puedes seguir hacia delante. Pero no siempre es fácil. Perdonar, creo, es lo más difícil que hay, lo más valiente quizás y, a veces, incluso, imposible.

Y pedir perdón también. Y me refiero a pedir perdón de corazón, no a disculparse así sin más. El perdón real es decir que lo sientes porque sabes que a la otra persona le ha molestado y admitir que, quizás, te has equivocado. Pedir perdón es comprometerte a que aquello que has dicho o hecho a una persona y que le ha hecho daño no volverá a repetirse. Que no lo volverás a decir o hacer. Es una especie de pacto entre ambos: esto no volverá a ocurrir porque he entendido que lo he hecho mal.

En mi vida pocas personas han sido suficientemente valientes como para mirarte a los ojos y pedirte perdón de una forma sincera. Pedir disculpas es asumir que no siempre lo hacemos bien. Y esto es complicado para determinadas personas, esas personas que todos tenemos en la mente y que van por la vida creyendo que son cuasi perfectas. Su vida afectiva es un desastre, sus relaciones son tormentosas, su forma de dirigirse a la gente roza la soberbia, pero oye, nada de todo lo malo que ocurre es su culpa, siempre es de los demás. Y ahí están, sin mirar hacia atrás, sin hacer balance ni autocrítica. Machacando a quien tienen cerca. Son cosechadoras de afectos. No entra en sus cálculos que lo que hacen o dicen está mal, ni se les pasa por la cabeza, porque ellos o ellas son cuasi perfectos. Esas personas existen, están ahí, en nuestras vidas, compartimos con ellos o ellas espacios y tiempo. Y son contadas las veces que piden perdón.

Hay perdones y perdones. No es lo mismo pedir perdón por llegar tarde que pedir perdón porque has engañado. No es lo mismo pedir perdón por algo que ocurrió una vez a pedir perdón por algo que se prolongó durante años.

Supongo que olvidar es más complicado cuando el dolor causado por la otra persona fue gratuito: tú fuiste el objeto de su ira o su odio porque sí. Decidió que tenía un mal día y que tú, que pasabas por ahí, eras el candidato perfecto para descargar su rabia. Sin preguntar. Decidió que sus ideales eran mucho más valiosos que tú, o que la vida de alguien querido.

Y supongo que perdonar es muy difícil cuando esa persona te hizo daño de una forma brutal: humillándote, abandonándote o arrebatándote aquello que más querías, destruyendo tu vida para siempre.

Mirémosles a los ojos

Mirémosles a los ojos

El perdón es complicado. Insisto. Y muchas veces imposible de otorgar. Es tan personal que es casi una osadía opinar. Porque hay dolores que son imposibles de olvidar. Ni siquiera el paso del tiempo te ayuda. Hay veces que perdonar no es la opción, simplemente es inviable. Y mucho menos cuando el perdón de la otra persona no llega.

Pero hay que intentarlo, una y otra vez. El primer paso es que la otra persona lo solicite, de corazón. El segundo, que tú estés preparado. Uno y otro tienen que trabajar en ello para desterrar el odio, un odio que cuando se instala en nuestras vidas sólo genera resentimiento. El odio no te deja vivir. Te ensombrece el alma. Y oscurece todo lo que hay a tu alrededor.

Así que sean valientes. Pidan perdón. E intentemos cerrar definitivamente aquellas heridas.

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