Qué ven mis ojos

El neoliberalismo es una pescadilla que le muerde la cola a los demás

En un mundo gobernado por el dinero, cuando llegan las crisis, la consigna es: sálvese quien se lo pueda pagar

Hay quien cree que hasta Dios es de derechas, como todo lo que representa la tradición y el orden, y tal vez por eso se llama “beneficios caídos del cielo” a las ganancias extraordinarias de las que se benefician las grandes compañías hidroeléctricas, cuyos jefes y consejos de administración se hacen millonarios a costa de quienes se las ven y se las desean para pagar sus recibos de la luz y el gas, que están por las nubes y alcanzan un día y otro precios históricos. Los vampiros energéticos desangran a la gente y retan a los Gobiernos, las puertas giratorias siguen dando vueltas a derecha e izquierda y parece que nada los pudiera detener, entre otras cosas porque la propia Unión Europea los defiende, como quedará otra vez claro en el Consejo que se celebra a partir de este jueves para debatir, justamente, sobre el precio de la electricidad. No tomarán ninguna medida, porque el libre mercado es una suma de personas presas, sometidas a la tiranía de ese poder en la sombra que maneja el mundo con su arma mortífera: el dinero.

Y lo peor es que todo esto se veía venir. Cuando se vendió el sistema de subastas diarias de la energía, todo el mundo supo que se trataba de un timo, que lo único que buscaban estos señores de la oscuridad y el frío era exprimir aún más a las y los consumidores, atrapados en sus propias casas por esta gente que se hace de oro a costa de ellos y gracias a un bien de primera necesidad que debiera estar regulado y, de hecho, ser público. Lo fue, lo privatizaron y por supuesto recibieron su tanto por ciento del negocio, tanto Felipe González como José María Aznar, los dos presidentes que firmaron el robo de Endesa y que el salir de La Moncloa fueron generosamente recompensados con un gran sueldo pagado por las mismas empresas a las que habían beneficiado. El segundo, incluso, llegó a nombrar secretario de Estado de Agua al director de los servicios jurídicos de Iberdrola, para ir abriendo camino. Hoy, uno y otro se dedican a dar lecciones de democracia.

Por supuesto, toda estafa tiene sus coartadas y todo cínico sus argumentos, y hay quienes dicen, repitiendo su cantinela tradicional, que si el sector fuera intervenido, eso nos convertiría en una república soviética; que hacer una compañía nacional sería un acto de intervencionismo escandaloso, aunque las haya en medio continente, en países como Gran Bretaña, Alemania, Italia o Francia, entre otros, y hasta en la capital del capitalismo, los Estados Unidos; que revertir la explotación de presas y embalses, que no se debe olvidar que es una concesión temporal a las firmas que lo hacen actualmente, y que en muchos casos está a punto de concluir, pues se les otorgó por un plazo de setenta y cinco años a mediados del siglo pasado, cargaría sobre los hombros del Estado un peso inasumible; o que si regulasen las tarifas o se ejerciera sobre ellas un control similar al que se lleva a cabo sobre la gasolina y otros combustibles, cuyos costes oscilan según cambia la valoración del barril de petróleo, pero no tanto ni de manera tan inevitable, puesto que transporte público sí hay para sustituir al coche, eso podría poner en riesgo el suministro: su teoría es que al fijar los precios a largo plazo, no se generaría energía en base a la demanda, con lo que las empresas tampoco la fabricarían, por no arriesgarse a que no fuese consumida y, por tanto, a producirla y no cobrarla. Es la pescadilla que le muerde la cola a los demás. Es el neoliberalismo, un método de explotación de los débiles por parte de los poderosos.

La lucha es siempre la misma: a un lado, los defensores de lo público, de los derechos de la mayoría; al otro, los apóstoles de lo privado, de los privilegios de algunos. Lo que no está a veces tan claro es cuál de los lados es la derecha y cuál es la izquierda. A veces los dos son el mismo.

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