Opinión

Nosotros, Presidente(s): actuar más allá del voto

Edwy Plenel

¿Cómo no saborear esta campaña donde, hasta el final, nada sucede como estaba previsto por y para el viejo mundo político y mediático? Un mundo que ya no sabe a qué sondeo ceñirse, asustado por el ascenso de los insumisos de Jean-Luc Mélenchon, tras la sorpresa que causó la emergencia de los caminantes de Emmanuel Macron. Cómo no ver esta paradoja en la que lo que se deshace ante nuestros ojos es el objeto mismo del escrutinio: la reducción de la voluntad de todos en el poder de uno solo.

¡Cómo podríamos regocijarnos si fuésemos una República parlamentaria, como lo son todos nuestros vecinos cercanos! Dinámicas de unificación comenzarían a ponerse en marcha, fructíferos acuerdos comenzarían a establecerse, mayorías plurales empezarían a bosquejarse. Mayoritarias, las esperanzas de convergencia –en términos de refundación democrática, de renovación política y de dignidad- de los electores de la mayoría de los candidatos, a excepción de aquellos de derecha y de extrema derecha cuya actitud y cuyo programa son una simple negación, encontrarían naturalmente su traducción política en una asamblea de carácter deliberativo.

Pero nada de esto es posible con este sistema, democráticamente nocivo y políticamente arcaico, del presidencialismo francés, institucionalmente monárquico, que nutre las cabalgatas personales e incita a las aventuras individuales (ver aquí nuestra emisión sobre el tema y leer el blog de Paul Alliès). En vísperas de la primera vuelta, el consiguiente escrutinio parece una grotesca ventana de donde puede salir lo peor o lo mejor, por el azar de la participación y de la dispersión. La profunda aspiración democrática y social que brota de esta campaña, al punto de conseguir relegar a un segundo plano los odios y los miedos que fueron el refrán envenenado de las precedentes, se jugará finalmente con un tiro de dados –la elección de dos finalistas, quizás por una diferencia ínfima en los porcentajes, entre los once candidatos que participan en la jugada–.

Admitamos que todo es posible, tanto la feliz sorpresa como la temida catástrofe. La primera sería un duelo entre Macron-Mélenchon que, sancionando el cinismo neoconservador de François Fillon y la violencia post-fascista de Marine Le Pen, ofrecería un verdadero debate y una elección leal entre las dos orientaciones que atraviesan la vida pública desde la celebración del referéndum europeo de 2005 –donde la victoria del "no" fue ignorada por los defensores del "sí". La segunda, sería evidentemente un tándem Fillon-Le Pen, la catástrofe que abriría las puertas a las regresiones reaccionarias, después de haber hecho estallar la burbuja de especulaciones de los sondeos y del entusiasmo sin reflexión de los militantes.

Sin olvidar que, en la incertidumbre final, podemos soñar con la eliminación, la noche de la primera vuelta, de los dos candidatos que simbolizaron, en esta campaña, lo que deshonra a Francia. Por un lado, Le Pen, encarna el chivo expiatorio y el odio hacia el otro, de todas las minorías, diferencias y disidencias, hasta los protestantes en la última línea derecha, sin olvidar el rechazo al Estado de derecho y sus convocaciones ante la justicia ni, sobretodo, una cultura política violenta que nunca se ha desecho de su herencia totalitaria. Por otro lado, Fillon, quien representa el desprecio de toda ética republicana, al lado opuestos de todos sus compromisos y de su reivindicada afiliación gaullista, hasta el punto de haberse empeñado en hacer campaña siendo imputado por malversación de fondos públicos, sobre la base de una serie de hechos que demuestran una larga habitud de nepotismo y de clientelismo familiar.

En cuanto al primer escenario, finalmente daría el derecho a existir a las alternativas radicales, nacidas de la resistencia ciudadana, tanto social como democrática y ecologista, innegablemente captadas por La France insoumise (Francia insumisa) de Jean-Luc Mélenchon, confrontándolas con la tentativa de renovación del tradicional «círculo de la razón» europeo, económico e institucional, que encarna el movimiento En Marche! de Emmanuel Macron. En polos opuestos, estas dos inéditas dinámicas se sitúan lógicamente en el corazón de la incertidumbre del voto: tanto el uno como el otro –Jean-Luc Mélenchon lo hizo con anterioridad– comprendieron que el viejo mundo se está apagando, en las ruinas asoladas por la impotencia y por la inexistencia de la presidencia de Hollande.

Mientras que ellos mismos son fruto de este viejo mundo –Mélenchon es diputado desde 1985, es decir desde hace treinta y dos años, alimentando, hasta su salida del Partido Socialista (PS) en 2008, una carrera política tan clásica como profesional–; Emmanuel Macron, veinticuatro años más joven, es un emblema de las élites del ENA (Escuela Nacional de Administración), pasando del servicio del Estado al de las finanzas, aconsejando al “Príncipe” de aquel entonces, antes de imaginare su propio futuro-, anticiparon que el rechazo de éste sería un muelle indispensable en el escrutinio. De ahí su apuesta, similar, por movimientos fuera de los partidos políticos, emancipándose ex nihilo de las estructuras existentes, de sus procedimientos y de sus legados, para poner en primera plana la relación directa de un movimiento de masas que encuentra en su líder su propia encarnación, abriendo, como Moisés el mar Rojo, la vía a la renovación política, especialmente generacional.

Hay que decir que esta proclamada “novedad” también recicla lo antiguo –fundamentalmente cuando la novedad reivindicada por Emmanuel Macron se ve anexada por las peores vilezas del quinquenio de Hollande, siendo apoyada por Manuel Valls, símbolo del desastre del que el candidato trata de desvincularse–. También es evidente, e irónico, que estas dos campañas de efectos imprevistos y de ideologías contrarias, planean sobre el mismo tradicional sillón bonapartista francés, este recurso al servicio de un hombre providencial destinado a resolver la crisis del viejo mundo. Desde este punto de vista, no está de más recordar que la existencia determina la conciencia, en otros términos, que las instituciones presidenciales están acostumbradas a derrotar a los hombre que ocupan sus cimas, pasando rápidamente sus promesas democráticas por la batidora del poder personal.

Sin embargo, esta doble emancipación de las estructuras partisanas clásicas se ha convertido en una trampa para Benoît Hamon, colocando entre pinzas al candidato fruto de las primarias socialistas, incluso cuando su victoria fue la primera buena noticia de estas elecciones presidenciales. Una mayoría de electores de izquierdas, movilizados e implicados, recompensaron al candidato de los honderos, aquellos que no desmerecían el voto de 2012, respetuosos con el contrato que firmaron con sus electores y resistentes a las renuncias, llegando a rechazar las propuestas –la retirada de nacionalidad a aquellos binacionales condenados por terrorismo en Francia-, del tándem Hollande-Valls. Para transformar este ensayo, habría sido necesario que Benoît Hamon se emancipara de la familia partisana que encarna, este Partido Socialista cuyo sistema lo sostiene, como una cuerda sustenta un péndulo, su actual primer secretario, condenado en dos ocasiones por empleos ficticios, símbolo de la profesionalización de la política, fuera de control e intolerable.

Demasiado tarde ante la evidencia o, quizás, demasiado pronto si, del resultado electoral, nace una recomposición partisana a la estela de la emergencia de un Partido Socialista autónomo, resultado de la unificación de los escombros del SFIO cuyo extravío, en los años 1950, recuerda al callejón sin salida provocado por François Hollande y Manuel Valls en su propio terreno. Esta era la esperanza portada por Pouria Amirshahi, uno de los raros diputados socialistas que ha defendido hasta su lógico final la ruptura con este quinquenio, dejando el PS y esbozando un Mouvement commun. A menos que a la inversa –este presentimiento ha sido un hándicap para la candidatura de Hamon–, todo esto no derive en un próximo congreso socialista, entre un teatro de sombras y una clarificación inesperada.

Periodismo y democracia

Frente a un escrutinio presidencial, un anti-presidencialista de toda la vida se encuentra naturalmente desamparado, ya que no se deja engañar por los efectos de la campaña, demasiado advertido de los días después que resultan de una falta de movilización de la sociedad más allá de las urnas. Más aún cuando, a esta desconfianza instintiva, se añade una prudencia profesional, la del periodista que sabe que la historia nunca se escribe por adelantado y que, sobre todo, no debe arriesgarse a predecirla, corriendo el riesgo de quedarse ciego ante lo inédito e imprevisto, es decir, ante lo improbable.

Desde este punto de vista, conservar la lucidez supone resistir a la presión predictiva de los sondeos, esta pretensión de escribir por adelantado la historia, dejando de lado a los votantes. De hecho, hay muchas movilizaciones partisanas en estos comicios presidenciales, simplificadoras y reductoras, por lo tanto, tramposas y peligrosas para aquellos que apuestan por el campo de la emancipación.

Por falta de un sistema político que favorezca el pluralismo, ya que la V República deseca la diversidad intrínseca de los votos de la segunda vuelta transformándolos en una mayoría presidencial, confiscatoria y disciplinaria, el estallido de la oferta electoral, que es el punto positivo de esta cosecha de 2017, no se traducirá forzosamente en una mayor movilización de los electores. No podemos excluir que el principio #RienNeSePasseraCommePrévu (Nada sucederá como estaba previsto), se traduzca en un importante nivel de abstención y, más ampliamente, incluyendo a los no-inscritos, en la no-participación en los comicios. Se trata del agujero negro electoral que no miden los sondeos, las mismas encuestas, como lo subraya Jean-Yves Dormagen, sobre las que sabemos hasta que punto se pueden equivocar tanto por la calidad como por la representatividad de sus sesgadas muestras, donde los mayores de 65 años están insuficientemente representados, sobrerrepresentado a las categorías superiores, revalorizando a los electores más formados, más politizados, y más informados que la media de los ciudadanos.

El agotamiento democrático de la V República se traduce en un aumento constante de la abstención, cada vez más masivo (8 ciudadanos de cada 10 se han inscrito para votar), en los escrutinios presidenciales. Sin embargo, incluyendo la elección presidencial, dos excepciones deben hacernos reflexionar sobre la posibilidad de que la izquierda salga del juego en la primera vuelta de los comicios: en 2002 evidentemente, con una abstención del 28%, y en 1969 cuando alcanzó el 30%. Desde entonces, estos últimos años, la abstención no ha dejado de aumentar en todos los demás escrutinios nacionales: en veinte años se ha duplicado en las elecciones legislativas, lo que supone que añadiendo los no adscritos, menos de un ciudadano sobre dos escoge a un diputado. Esta tasa de participación desciende a menos de un ciudadano de cada tres en las elecciones europeas, las regionales y las departamentales.

Trabajando desde hace tiempo conCécile Braconnier sobre esta cuestión, demasiado ignorada y abandonada por los profesionales de la política y por sus comentaristas, Jean-Yves Dormagen  no excluye nuevas «sorpresas electorales». Mientras que esta campaña suscita una curiosidad manifiesta por sus giros imprevistos, los únicos datos fiables sobre la implicación ciudadana alimentan, paradójicamente, la hipótesis de un escrutinio poco movilizador, al revés de lo que habían demostrado las elecciones primarias de la derecha y de la izquierda, implicando a los electores más allá de la superficie de los partidos –Los Republicanos y el Partido Socialista– responsables de su organización. Recientemente hechas públicas por el Insee (Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos), las cifras de inscripción voluntaria en las listas electorales están en retroceso si se comparan con comicios precedentes: en 2017, la tasa de no-inscripción era de un 12,4%, contra el 15,6% en 2012 y el 18,7% en 2007.

Este «fuera de juego» electoral recubre una doble dimensión social y generacional: los más frágiles, los más aislados, los más jóvenes, etc. A este indicador de los no-adscritos, hace falta añadir a los mal-inscritos. «No sólo –constatan Braconnier y Dormagen en The Conversation– la proporción de no-adscritos es más elevada en estas elecciones presidenciales que en las votaciones precedentes, sino que la tasa de reinscripción después de una mudanza también ha disminuido, la proporción de mal-inscritos también corre el riesgo de aumentar. A los 6 millones de no-adscritos que no podrán ejercer su derecho electoral, hay que sumar sin duda a cerca de 7 millones de personas inscritas en un municipio o comuna diferentes a donde se encuentra su residencia. Recientemente establecimos que estos se abstienen tres veces más que aquellos inscritos cerca de su domicilio».

A la incertidumbre del escrutinio se añade la incertidumbre de la participación, la diversificación de la oferta electoral puede también aumentar el desconcierto, entre un sentimiento de confusión y un deseo de sanción. Más fiable que los sondeos (un panel de 11.601 personas inscritas en las listas electorales), el último estudio de Cevipof, realizado a mediados de abril, subraya que solo el 72% de los electores están seguros de votar en la primera vuelta. Si esta tendencia se confirma el día del voto, nos volveríamos a encontrar frente a la tasa de abstención récord del 28% de 2002. En cuanto a la proporción de los que dudan sobre su elección, vacilando hasta el último minuto, la cifra se sitúa también en el 28%, más de un cuarto de los electores permanecen indecisos.

En definitiva, el artificio de los sondeos y su crónica mediática, que sólo tienen en cuenta la carrera de los candidatos, enmascaran una realidad más profunda: el agotamiento democrático del sistema presidencialista. Resumido por “el efecto Poutou” del único debate entre los once candidatos –el surgimiento, con el candidato de la NPA, de un ciudadano como la mayoría, obrero, sin puestas en escena, y sin pelos en la lengua–, una de las enseñanzas de esta campaña es el creciente rechazo de la política profesional. De la política como oficio desconectado de la sociedad. De la política como carrera interminable y bula irresponsable. De la política como propiedad de aquellos que piensan saber mejor que el pueblo lo que es bueno para éste, sintiéndose por encima de los ciudadanos y viviendo fuera de su círculo. De una política incautada por el Estado, por su poder vertical y por sus imperativos autoritarios.

Es una vieja exigencia que, a día de hoy, recobra su juventud. En los orígenes del movimiento obrero y social, encontramos este recelo, maltratado más tarde por la izquierda, vis-à-vis de la política entendida como carrera. « Portad vuestras preferencias sobre aquellos que no participarán en los sufragios: el verdadero mérito es modesto, y son los electores los que escogen a sus hombres, y no éstos últimos al presentarse »: en marzo de 1871, la Comuna de París osaba enunciar esta utopía (popularizada en Twitter) tras haber incitado a los electores  a desafiar « tanto a los ambiciosos como a los advenedizos: tanto unos como otros sólo consideran propio interés y terminan siempre por considerarse indispensables».

Aquel deseo no sabrá reflejarse en las urnas presidenciales. Pero, es de actualidad que en los días siguientes de la votación, durante la campaña legislativa, por la multiplicidad de las candidaturas unificadoras, esta exigencia radicalmente democrática se convierta en una prioridad principal. Pero se juega, sobre todo, por la movilización de la sociedad misma, la cual no ha dejado de alzar la voz. Al margen de la competición electoral, en una gran indiferencia, esta campaña se diferencia de las precedentes por la multiplicación excepcional de las iniciativas ciudadanas que se abren camino con total autonomía, más allá de las llamadas partisanas que piden votar por tal o tal candidato.

Ya se trate de solidaridades, de la precariedad y la pobreza, de la ayuda al desarrollo, de los desafíos ecológicos, de la lucha contra la corrupción, de la libertad de informar, del rechazo de las discriminaciones, de las zonas que hay que defender, de la crisis de civilización, etc., todas estas agrupaciones ciudadanas trazan el camino de esperanza que deberemos tomar, mañana, cualquiera que sea el resultado de esta elección presidencial (ver aquí una de nuestras emisiones semanales dedicada a estas iniciativas). Movilizaciones por las causas comunes de igualdad, defendidas por la convergencia de voluntades ciudadanas, y no delegadas a representantes electos, tan dignos de confianza…

Pues la democracia no se reduce a la elección. Ningún elegido, ninguna institución, ningún gobernante será el único garante sin la existencia de una sociedad activa y un pueblo implicado. Una democracia viva supone un ecosistema, resultado de una cultura compartida y de contrapoderes respetados. Desde este punto de vista, la suerte que ha corrido el derecho a la información durante esta campaña es un síntoma inquietante. Desde la negativa de ciertos candidatos a responder a cuestiones incómodas, hasta la liberación de una violencia, que no fue únicamente verbal, que empuja a las intolerancias de sus seguidores que sólo imaginan una prensa sumisa y partisana. Este odio hacia el periodismo y, sobre todo, a su independencia, es una alarma seria.

Decir 'no' al desastre

Decir 'no' al desastre

En 1973, es decir, durante los años de efervescencia nacidos del formidable estremecimiento de mayo-junio de 1968, varias figuras intelectuales de la izquierda, que jamás desmerecieron sus combates más esenciales, tomaron su pluma para ponernos en guardia. Firmada particularmente por Jean-Jacques de Félice, Marc Ferro, Edgar Morin, Maxime Rodinson, Laurent Schwartz, Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, esta llamada (ver aquí) acaba con las siguientes palabras que, para nosotros, en Mediapart, servirán como línea de conducta el día después de esta elección presidencial, cualquiera que sea su vencedor:

«No hay César individual o colectivo que merezca la adhesión de todos. El ideal de una sociedad justa no es el de una sociedad sin conflicto -no hay fin de la historia- sino el de una sociedad en la que aquellos que la contesten pueden, en su turno, cuando lleguen al poder, ser contestados; una sociedad donde la crítica sea libre y soberana, y la apologética inútil».

_________________________Versión y edición española : Irene Casado Sánchez.

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