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Qué ven mis ojos

No confundas lo nunca visto con lo que miras por primera vez

“Hay gente que sólo se pasa de la raya si es hacia atrás.”

Ser rico no es un delito; robar, sí. Ganar dinero es legal; cobrarlo bajo cuerda y en negro, no. Tener una cuenta en el extranjero no vulnera la ley; evadir impuestos, sí. Hacer buenos negocios es un logro digno de aplauso; blanquear las ganancias, no, y echar a la calle a los obreros a la vez que los jefes se reparten los beneficios, tampoco… Podríamos continuar así hasta el infinito, pero si tres personas son una multitud, cuatro ejemplos deben ser bastantes para explicar cómo en esta Era del Cinismo que nos ha tocado vivir hay que perder, un día sí y otro también, todo el tiempo del mundo en demostrar lo evidente, entre otras cosas porque el juego de los tramposos consiste precisamente en eso, en que mientras unos discuten si el cuadro tras el que se oculta la caja fuerte es abstracto o figurativo, otros la vacían. Por si acaso, dejemos otra muestra: ¿hablamos en serio cuando se discute si tiene o no tiene razón ese cocinero famoso que ha alardeado de no pagar a sus aprendices y, de hecho, considera que a la vez que le limpian las sartenes deberían darle las gracias por dejarles fregar el suelo por donde pisa? O al chef se le ha ido la olla o a mí se me escapa algo, una clave con la que no consigo dar, el argumento que ponga en duda que enseñar a alguien un oficio es ser un maestro y que trabaje gratis en tu restaurante, es ser un

explotador.

Tan obvio como eso debería ser que alguien cuyo patrimonio crezca en la sombra, completamente al margen de toda lógica y de manera inexplicable, no pueda justificar la montaña de dinero con cualquier disculpa o artimaña, desde una fantasmagórica herencia familiar, como hace el clan Pujol, que sólo en Andorra tenía un botín de sesenta y nueve millones de euros; con la venta de unas obras de arte misteriosas, como el antiguo tesorero del PP, Luis Bárcenas; o con el décimo de lotería que le tocaba una y otra vez al presidente Fabra en las administraciones de Castellón, donde los votos de sus cómplices y los de sus víctimas lo atornillaron a la silla de mando durante cerca de veinte años. Todos ellos aseguran que sus fortunas no tienen nada que ver con su dedicación a la política, que no son fruto de desfalcos o comisión alguna obtenida a cambio de adjudicaciones ilícitas. ¿Cómo acumularon tanto, entonces? ¿En qué árboles les crecían los billetes? Si tienes diez latas, es una despensa; si tienes diez mil, es un hipermercado. Es así de fácil. Debería serlo, al menos.

En España, las dimensiones de la corrupción y el saqueo de los bienes comunes son tan escandalosos que resulta incomprensible que no se haya nunca seguido el consejo de las Naciones Unidas, cuya convención recomienda, en su artículo 20, que sea investigado y perseguido “el incremento significativo del patrimonio de un funcionario público respecto de sus ingresos legítimos que no pueda ser razonablemente justificado por él.” ¿Cómo se le pasó al Partido Popular incluir eso cuando redactó su nueva Ley de Seguridad Ciudadana? ¿Cómo se le puede haber pasado por alto a todo el mundo en un país donde, según las estimaciones más fiables, se sustraen unos treinta mil millones de euros de dinero público cada año? Algún mal pensado deduciría que no es un olvido, sino un plan. Pobre Maragall, primero lo arrojaron a los pies de los caballos por decir que en Convergencia i Unió algunos se llevaban una mordida del tres por ciento de cada moneda que entraba en la Generalitat y después han usado sus palabras para ocultar que, en realidad, era del diez.

No se puede evitar que los ladrones metan la mano donde no deben, pero se puede colocar un candado. Se pueden poner alarmas. Se pueden contratar vigilantes. Y sobre todo, no se debe de mirar para otro lado, porque donde no se mira es donde algunos hunden sus palas para cavar de una sola vez el escondite de su tesoro y nuestra tumba. Ellos son los enemigos del sistema. Ellos son los envenenadores de la justicia. Ellos, los hipócritas que pueden sostener que lo mejor para la democracia es nombrarse a dedo. Los que pueden afirmar que nadie va a solucionar mejor los problemas que quienes los han creado. Los que venden prudencia y mediocridad, o lanzan proclamas contra cualquiera que intente avanzar en una dirección contraria a la suya, ponen el grito en el cielo si alguien habla de igualdad, pide cárcel para un banquero vampiro, protesta contra la brecha salarial que separa al mandamás que cobra treinta y cinco mil euros diarios de sus empleados con nóminas de novecientos al mes o trata de parar un desahucio exigido por las mismas entidades que llevaron a la ruina nuestra economía. En todos esos casos, se rasgan las vestiduras y acusan a quienes los señalan de romper las reglas del juego, pero se callan que en ese juego sólo pueden ganar ellos. Son los conservadores que todo lo destruyen, los que dicen que la única manera tolerable de pasarse de la raya es hacia atrás y cualquier otra cosa es insurgencia, desorden, revolución... Y son quienes les ceden el paso, quienes los consideran el mal conocido, quienes los jalean, quienes se escandalizan de que en un partido tengan que hacerse unas primarias y se les dé voz a los militantes, corriendo el riesgo de que el aparato sea derrotado, dónde vamos a ir a parar. Igual es que ellos confunden lo nunca visto con lo que no querían mirar. Igual es que nosotros deberíamos dar un paso al frente. La impunidad de unos pocos se construye entre todos.

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