En Transición

En defensa de la politización

En su libro Sin palabras, Mark Thompson –quien fuera director general de la aclamada BBC entre 2004 y 2012 y actual director ejecutivo del New York Times– articula toda una reflexión sobre la retórica partiendo de la base de que "la crisis de nuestra política es una crisis de lenguaje político". Su discurso está repleto de anécdotas que le sirven al periodista para ir desgranando su visión de la comunicación, con ejemplos que van desde Thatcher hasta Trump pasando por los principales líderes políticos de las últimas décadas. El mismo análisis podría hacerse en cualquier realidad paralela, como la española. Y si no, véanse los acontecimientos de este largo y tórrido verano.

He de advertir que el propio concepto de comunicación política me ha parecido siempre un tanto redundante. ¿Acaso la política no es comunicación en sí? Resulta complicado entender el ejercicio de la política sin comunicación, y en toda comunicación hay una intención política. Por eso, no puedo evitar sentir un escalofrío cada vez que, ante un suceso trascendente o un debate en profundidad, salen voces –sin lugar a duda con las mejores intenciones– criticando la "politización". Hay quien incluso llega a plantear la necesidad de sacar los grandes temas de Estado del debate político. Son expresiones que escuchamos y leemos cuando reflexionamos sobre la necesidad de un acuerdo educativo, sobre la visión y la acción ante el terrorismo, o sobre aquellos asuntos que se consideran de interés esencial.

Entiendo que cuando se critica esta politización lo que se está haciendo es clamar por un debate que vaya más allá del enfrentamiento entre partidos mirando cada cual a sus intereses más cortoplacistas. Pero ojo, que las palabras las carga el diablo y en ocasiones desvelan más de lo que somos conscientes. Quizá por eso cada vez que oigo estas críticas a la politización me viene a la cabeza el consabido "haga como yo y no se meta en política", que aconsejaba Franco con absoluto cinismo y que todavía es un argumento en uso por parte de quienes menosprecian la democracia.

Una verdadera politización de los grandes asuntos debería llevarnos a un debate plural, donde visiones en ocasiones similares y otras veces contrarias pudieran desarrollar argumentos, en un entorno de comunicación capaz de encontrar puntos de consenso y de disenso, convirtiendo los primeros en acciones concretas y los segundos en motor de cambio y transformación. Podrá pensarse que esto es mera ilusión –y probablemente así sea– pero me resulta difícil pensar en una democracia digna de tal nombre sin que esto se plantee como un objetivo a alcanzar. Sé que no descubro nada nuevo al unir democracia y deliberación –por mucho que siga operando como un horizonte utópico– pero creo que es necesario insistir en su reivindación.

Politizar el debate sobre el terrorismo hubiera significado, tanto en los años sangrientos de ETA como en los trágicos atentados del 11M y más recientemente de este verano, afrontar la discusión tanto sobre las causas como sobre las características de cada uno de ellos –tan complejos y cambiantes que los expertos andan buscando palabras para definirlos con precisión– y, por supuesto, dedicar un buen espacio a diseñar un estrategia para abordar el fenómeno. Frente a eso, asistimos durante años a una utilización partidista de la lucha contra ETA; vimos cómo el entonces Gobierno de José María Aznar cometía una de las mayores tropelías jamás imaginadas al atribuir el atentado del 11M a dicha banda terrorista calculando que eso le daría mayores réditos en las elecciones un par de días después; y estamos asistiendo estos días en directo a un debate sobre los atentados de Barcelona y Cambrils con declaraciones, filtraciones, negaciones y desmentidos, con la mirada puesta más en cómo afecta a la supuesta convocatoria de referéndum en Cataluña que en la estrategia a seguir. Todos han hecho cálculos de qué informaciones, qué palabras y qué silencios benefician a unos u otros frente al proceso independentista.

Algo similar ocurre con el propio procés y la inminente convocatoria de referéndum. Ojalá el proceso estuviera politizado, porque entonces escucharíamos, crearíamos y estaríamos contrastando argumentos a favor y en contra de uno u otro modelo de Estado, más allá de declaraciones huecas y poco creíbles que están apuntando a los intereses electorales de los partidos independentistas ante un posible adelanto electoral, y a los del Partido Popular que hace tiempo que decidió sacrificar Cataluña entendiendo que una posición inmovilista e intransigente allí le favorece en sus tradicionales feudos españolistas.

No es equidistancia, es evitar trampas para elefantes

He aludido a dos de los casos que han protagonizado la actualidad este verano y de los que seguiremos hablando en este arranque de curso, pero sólo a uno de los actores de este juego: los partidos políticos. Sin embargo, como afirma Thompson, estas tendencias negativas en el lenguaje y en el debate público son responsabilidad de un conjunto amplio de fuerzas y actores políticos, económicos, sociales, culturales y mediáticos. Y estos últimos, los medios, son especialmente relevantes por su papel de mediadores y de creadores del espacio público. Por eso resultan tan escandalosas las purgas en Televisión Española, como el último cese del editor de La 2 Noticias, José Luis Regalado, y hace sospechar  que el Gobierno hará lo que esté en su mano para evitar que la reforma de la ley que busca el consenso en la composición del Consejo de Administración de RTVE aproxime a la corporación a su teórica función de  servicio público.

Vuelvo a Thompson para acabar mirando al futuro con algo de esperanza: "Un lenguaje público sano une al pueblo y a los dirigentes políticos, precisamente porque logra atraer al debate a los ciudadanos de a pie y conduce en última instancia a unas mejores decisiones políticas con un apoyo más amplio. Pero cuando el lenguaje público pierde su poder para explicar e implicar, pone en peligro el vínculo más general entre el pueblo y los políticos. Creo que ese es el proceso que se está produciendo en nuestras democracias hoy en día".

El lenguaje público, el debate y la "politización" no son hoy patrimonio exclusivo de nadie, aunque siga siendo cierto eso de que el poder es la capacidad de definir las palabras. Pero también es verdad que el poder es cada vez menos monolítico. Politicemos, por tanto, aquello que nos preocupa, como forma de cuestionar el monopolio del lenguaje público y del debate político –o sea, del Poder– a quienes se consideran sus únicos propietarios.

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