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Necesitamos un Torcuato

En el lenguaje político español hay palabras sobrevaloradas, palabras que se emplean como argumento supremo para acallar cualquier discrepancia, palabras a las que se les supone la autoridad incontestable de un versículo bíblico o coránico. Las lanzan con fruición los políticos, las repiten como loros los gacetilleros y las asume la mayoría de la gente como se respira, sin darse cuenta de lo que está haciendo.

A esta categoría pertenecen los vocablos unidad, legalidad y gobernabilidad. Hoy me detendré en el segundo, el más empleado en estos primeros días de septiembre. ¿No le zumban a usted los oídos de tanto escuchar que todo el mundo debe cumplir y hacer cumplir la ley? ¿No le aburre aquello de que no puede celebrarse, ni tan siquiera imaginarse, un referéndum de autodeterminación en Cataluña porque es ilegal?

Tal cantinela es un insulto a la inteligencia. La ley es siempre contingente, provisional, fruto de una determinada situación temporal y espacial. La humanidad no ha cesado de cambiar sus leyes desde el Código de Hammurabi; afortunadamente, cabe añadir. La esclavitud fue legal en la mayoría del planeta durante milenios. Discriminar a la mujer fue legal en Occidente hasta hace bien poco y todavía lo es hoy en amplias zonas de África y Asia.

¿Son respetables las leyes de una dictadura que impiden el ejercicio de los derechos y libertades básicos? Supongo que todos estaremos de acuerdo en que no lo son, en que lo justo y necesario es luchar por abolirlas. Los pioneros intelectuales y políticos de las revoluciones norteamericana y francesa lo tenían muy claro. Una ley injusta puede y debe de ser combatida, afirmaba Thomas Jefferson.

Ninguna comunidad humana ha llegado al estadio de una democracia que pueda declararse inmejorable. Todas son manifiestamente perfectibles, incluidas la norteamericana, la francesa y la británica, ya no digamos la española. Ahora bien, en una democracia más o menos aceptable, ¿es de recibo el argumento de que algo no puede hacerse porque no encaja en la ley? La respuesta requiere sutileza: la ley debe acatarse –entre otras razones porque si no lo haces, vas a tener problemas–, pero nadie debería poder privarte de tu derecho a querer actualizarla.

La democracia como modelo de organización política nació, precisamente, para eso: para poder cambiar las leyes. Conforme a los deseos de la mayoría y/o las obvias exigencias de la razón y la ética (la abolición de la esclavitud y la pena de muerte o la igualdad de géneros pertenecen a esta segunda categoría). Una democracia mínimamente digna de ese nombre no puede pretender que su Constitución y sus leyes sean tan inamovibles como lo son los textos sagrados para los fundamentalistas religiosos.

Protestar en democracia contra leyes inicuas u obsoletas está más que justificado. También lo está oponerles, si es menester, formas de resistencia o desobediencia pacíficas, como las acciones de Ghandi o la huelga de impuestos en Irlanda de 2012. Incluso, siempre que no se fastidie a terceros, es admisible que individuos o colectivos propugnen con su propio ejemplo nuevas normas de convivencia. Que practiquen el nudismo, fumen marihuana o creen comunas, por citar casos

comprensibles.

Oponerse al deseo mayoritario en Cataluña de celebrar un referéndum tan solo en base a que es ilegal desnuda una carencia de seriedad intelectual y moral. Es ilegal aquí y ahora, pero ha sido legal en otras partes (Quebec y Escocia) y podría ser legal aquí mismo en cuestión de meses. La ley puede cambiarse: reúnanse los políticos para dialogar, negociar y pactar. Para eso cobran de nuestros impuestos: para solucionar problemas, no para emponzoñarlos. Hagan lo que hicieron con rapidez y eficacia cuando alteraron un artículo –el 135– de la Constitución. O lo que hizo Torcuato Fernández-Miranda cuando dio paso a la legalidad de 1978 desde la legalidad del franquismo. Eso sí, se requieren audacia, creatividad y laboriosidad, virtudes ciertamente escasas en la mayoría de nuestra actual élite política.

Llegados a este punto, me veo obligado a hacer las proclamaciones de rigor. Soy partidario de una República Federal Ibérica, así que pueden ustedes comprender que no me entusiasma la idea de la independencia de Cataluña. Detesto los nacionalismos, así que me niego a defender tanto la trinchera de la estelada como la trinchera de la rojigualda. Pero también creo que una familia no puede obligar a seguir en ella a un marido, una esposa o un hijo mayor de edad que aspira a emanciparse. La adhesión a un grupo –de cualquier tipo– debe ser voluntaria, basada en el derecho a decidir de todos y cada uno de sus miembros. La seducción es lo mejor para añadirle miembros o para convencer a los existentes de que no lo abandonen.

Mi ideal para Cataluña sería, pues, que los políticos de Madrid y Barcelona negociaran una fórmula que permitiera a los ciudadanos de esa comunidad expresar en las urnas si desean a) la independencia o b) una nueva manera (federal o confederal) de pertenecer a una nueva España. O sea, un nuevo Estatuto en una nueva Constitución. Entretanto, servidor no adoptaría ninguna medida brutal para impedir que los catalanes que lo deseen voten el 1 de octubre. Intentaría evitar que se cumpliera esa profecía del choque de trenes que circulan en direcciones contrarias por la misma vía. O la de los vehículos que terminan arrojándose al vacío en el juego del gallina de la película de James Dean. Huiría de lo difícilmente reparable: un muerto en algún enfrentamiento, políticos detenidos por la Guardia Civil, esas cosas.

Consideraría el 1 de octubre como un gran sondeo o como una manifestación en la que en vez de caminar por las calles se deposita una papeleta en una urna. Registraría mentalmente su resultado y seguiría con mi propio camino: trabajar por esa nueva relación a someter en su momento a referendos (en Cataluña y en el conjunto de España). Estos sí, aprobados previamente por las partes y de consecuencias legales.

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