Telepolítica

Renuncio a mi derecho a decidir

Hay muchas más ventajas en ser jefe que empleado. Entre otras, que el derecho a decidir no te lo discute nadie. Va implícito en el cargo. En mi vida prefiero sin duda ser jefe que mandado. Entre otras razones, porque no he tenido buena suerte con los jefes que me han tocado. Uno de los más complicados que he padecido tenía la costumbre de celebrar largas reuniones para escuchar a sus colaboradores. Hasta ahí, ningún problema. El método te obligaba a preparar las sesiones con cierta profundidad. Tenías que exponer tus ideas ante gente de alto nivel profesional en el intento de que tu análisis aportara una solución original y eficaz a los problemas que se abordaban. Sin embargo, la práctica totalidad de las intervenciones que se escuchaban iban seguidas irremediablemente del juicio definitivo de mi jefe, que siempre era el mismo: “¡Te equivocas!”, concluía y se terminaba tu turno. Sólo aquellos que defendían con pasión lo mismo que el jefe obtenían una respuesta diferente: “¿Tú crees?”, le preguntaba retóricamente, por si acaso quería darle la razón aún con mayor convicción.

Una de las grandes maravillas que aporta la democracia es la no existencia de jefes que impongan su criterio siempre. Se asume que, al menos una vez cada varios años, los ciudadanos podemos decidir en una limpia votación en manos de qué partidos políticos dejamos la administración de las leyes que regulan nuestra convivencia. Mediante tan sencillo sistema el mundo civilizado se ha ido apañando con mayor o menor fortuna desde el siglo XIX. Sin embargo, hay momentos en los que el procedimiento parece atascarse y el agua deja de fluir con limpieza. En España, desde la vuelta de la democracia en 1977, no habíamos padecido una avería en nuestra maquinaria democrática como la que afrontamos en torno al problema catalán.

Los medios de comunicación, desde las redes sociales hasta las grandes cadenas de televisión, han abordado el debate sobre la cuestión hasta casi sus últimos extremos. Es prácticamente imposible encontrar un enfoque nuevo que aporte luz a las razones del conflicto. Lo más curioso es que la práctica totalidad de los debates se han centrado hasta ahora en buscar justificaciones al enfrentamiento a partir del reproche a quien está situado enfrente. Y hay que reconocer que en esta materia los españoles siempre hemos sido realmente buenos, incluidos los catalanes que ya no se consideran españoles.

En realidad, si fuéramos capaces de abstraernos de nuestra posición personal, el conflicto es tan acentuado por un motivo simple: todas las partes enfrentadas tienen razones de peso en las que asentarse. Al final, los debates políticos y periodísticos acaban por convertirse en un agotador ejercicio de retórica. No he escuchado a nadie decir después de haber discutido sobre el asunto que el otro le ha convencido con sus argumentos. Por tanto, corremos el peligro de introducirnos en una espiral que no conduce a nada. O quizá, lo que es aún peor, que conduce a un lugar desconocido para todos pero que tiene todo el aspecto de ser francamente inhóspito.

En el conflicto abierto entre los dos frentes existentes ninguno de los dos resolverá el problema si aplica su solución. Podrá imponerla, pero dejando abierta una herida que con el tiempo seguirá agravándose y reabriéndose cíclicamente.

Creo que estamos cerca de asumir que deberíamos cambiar los términos de la discusión. La actual no tiene salida constructiva e integradora. Posiblemente deberíamos hacer el intento de cambiar las reglas de juego. Propongo tres de partida. En primer lugar, prohibir en nuestras argumentaciones cualquier reproche hacia nadie. Una segunda norma, negaría la posibilidad de mirar hacia atrás para descalificar posiciones presentes. En tercer lugar, planteo la obligatoriedad de que toda intervención incluya algún instrumento que ayude a la solución de algún aspecto del conflicto, por pequeño que sea.

Mediante este modelo de discusión, creo que puede iniciarse un diálogo abierto que, con total seguridad, acabará por encontrar vías de solución que evidentemente no serán las que defienden en su integridad cada uno de los diferentes enfrentados. Por tanto, sólo se puede participar en este juego si se aceptan dos requisitos de partida. En primer término, solo puede participar aquel que esté dispuesto a cambiar, aunque sea en una pequeña parte, su punto de vista. Y, finalmente, hace falta aceptar que se necesita tiempo por delante.

Qué ocurre si dejamos de opinar y analizamos los datos sobre Cataluña

El 1 de octubre es ya un fracaso para nuestra democracia, ocurra lo que ocurra. Evidentemente, al día siguiente no va a surgir una Cataluña independiente, pero con mayor seguridad aún, no va a surgir una Cataluña integrada felizmente en una España fraternalmente unida. La derrota de nuestro actual modelo está ya anunciada. Es inevitable. Pero puede ser coyuntural.

Una de las claves para entender la dificultad del momento que vivimos es la coexistencia temporal de serios problemas que se entremezclan y enredan la madeja de forma endemoniada. La misma cuestión de la identidad del pueblo catalán sería diferente en otro marco de realidad a su alrededor. Por eso, es fundamental aceptar que el factor tiempo es una herramienta indispensable si realmente se quiere buscar una solución compartida por una amplia mayoría.

Así que, como primera medida para participar en este necesario debate con reglas de juego diferentes, estoy dispuesto a renunciar públicamente a mi individual derecho a decidir y apuesto por aceptar otras ideas que hasta ahora no ha habido ni opción de poner encima de la mesa. Seguro que las habrá mejores que las que hasta ahora he defendido con tanta intensidad como falta de convicción ante quienes piensan de manera distinta. Ya me lo dijo mi jefe: “¡Te equivocas!”.

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