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Se les fue de las manos

Se empiezan a acojonar. A esa burguesía catalana que se ha mantenido en silencio o de perfil cuando no apoyando el movimiento soberanista, le entran los sudores fríos y se le han puesto de corbata. Les faltó prudencia y ojo y ahora les tiemblan las piernas. El procés ha entrado en esa fase de conmociones y agitación que esperaba y se ha trabajado la CUP, que es quien manda en el movimiento independentista.

El señor Puigdemont, que cree el sinsentido de que se puede tratar de tú a tú y esperar reciprocidad del jefe del Estado al que está atacando, pide ya árnica y tira hasta de la Iglesia para que le saque de ésta. Y el jefe oficioso de los servicios secretos catalanes, el controlador Junqueras, no sabe dónde ponerse a la vista de que el paisaje que empieza a dibujarse es mucho más oscuro de lo que él había calculado. Y difícilmente va a sacar él tajada política de todo esto. Ya lo dijo Mas, el pirómano mayor de la aún aventajada autonomía catalana: “Nunca se atreverán a irse”. Y se están marchando.

Imagino que hace ya tiempo que el presidente de La Caixa, Isidoro Fainé y muchos otros grandes empresarios catalanes hablaron con los iluminados capitanes del procés para advertirles de lo que podía pasar. Pero la euforia y la autoconfianza, unidas a la evidente indisposición para la acción del Gobierno de Madrid, les llevaron a errar el diagnóstico y creer que su fuerza y su capacidad de seducción serían superiores a los temores del dinero, y no les hicieron caso. Ahora la primera desconexión no la hacen los independentistas, sino los dos grandes bancos catalanes hacia esa España que “les roba”. ¿Quién será el siguiente? Quizá cuando esta crónica se publique haya ya otra media docena de compañías que han decidido separarse de los separatistas por lo que pueda suceder.

El partido que representaba los intereses de la burguesía catalana, el partido que PSOE y PP utilizaron y alimentaron –en sus más íntimos e inconfesables deseos si era necesario– para poder conseguir mayorías parlamentarias en tiempos difíciles, el partido del 3 por ciento y la corrupción en Cataluña, Convergencia i Unió, decidió que entre susto o muerte, era mejor el suicidio previo cambio de la denominación de origen, como si el nombre fuera el único sello de identidad. Todo, con tal de no tener que pasar por los tribunales a explicar lo inexplicable.

Ahora les dan temblores a quienes callaron durante años y especialmente cuando arrancó este viaje a ninguna parte. Permitieron hacer y hoy ven que todo se deshace. Ni siquiera cuando dejaron los herederos de Pujol el destino del partido y de Cataluña en manos de los que querían acabar con su hegemonía y el propio sistema, parecieron alarmados o al menos lo hicieron saber. Salieron de paseo o se plantaron en la playa, no fuera a ser que la cosa fuera bien y ellos se quedaran sin su parte. Mandar siempre, esa es la divisa.

Pero se equivocaron. Ahora –hace tiempo ya, pero hoy es más evidente– han quedado en manos de la CUP. Y, claro, piden ayuda. Los que pueden se van, lo que no, mantienen sus temores y miran alrededor a ver en qué barca se pueden subir o a qué tronco pueden agarrarse.

Y eso que todavía no hemos entrado en la fase que ya tienen listos los de la CUP a través de sus CDR –comités de defensa del referéndum, las mismas siglas que los comités de defensa de la revolución en Cuba, su modelo social y político–, la huelga general revolucionaria indefinida que va a dejar tiritando a la economía y la sociedad catalanas y afectará sin duda a la española. Eso es lo que le espera al procés en este momento por mucha testosterona que muestren en público Puigdemont y su cohorte de independentistas sin programa, de burgueses despistados y ahora tiritando, de izquierdistas que aspiran a trazar fronteras que consagren su superioridad sobre los demás españoles. Puede el president decirle al Rey que “así no”, pero hasta él mismo sabe que los suyos empiezan a reprocharle que “así tampoco”.

Puigdemont ganó la primera batalla, la de la imagen, el fin de semana pasado, pero sigue siendo incapaz de soportar la presión del verdadero poder político en Cataluña, y mantiene la ruta fratricida mientras los comités engrasan la calle como herramienta revolucionaria para las próximas semanas. Por eso se saca ahora de la chistera, al tiempo que su jefe de policía declara investigado por sedición junto a los compañeros de Forcadell, el mantra del diálogo, que no sólo pretende lavar su imagen sino, sobre todo, ganar tiempo para no declarar la independencia, no sea que en ese momento todo estalle y sea irreversible. Y un diálogo internacional, como si el conflicto fuera entre dos países soberanos o entre un ejército de milicianos y sus enemigos coloniales.

En los momentos difíciles es donde se alcanza a ver la dimensión de cada uno, y si temíamos que nuestros dirigentes eran más bien limitados, ahora tenemos la constatación. ¿Quiénes van a dialogar? ¿Un gobierno en Madrid que se ha dejado comer la merienda a un precio tan alto que todavía no somos capaces de medirlo? ¿Unas autoridades catalanas que llevan años trazando un plan sin saber hacia dónde les llevaba?

A estas alturas la insolvencia de los actores principales de esta representación es ya dramática y parece necesario que se aparten. Unos por incapaces de gestionar la crisis desde hace tiempo y otros por incapaces de acatar las leyes de un país democrático, que lo sigue siendo por mucho que ahora renieguen interesadamente mientras asumen la dialéctica cupera. No hablo de equidistancia, no la contemplo, porque no es lo mismo un incapaz que un delincuente, sino constato la certeza de que en ninguno de los dos grandes frentes de esta historia hay no ya talento, sino la más mínima solvencia política. Los únicos coherentes en sus posiciones, los únicos a quienes se puede aplaudir por su determinación y lealtad a sus principios son Ciudadanos y la CUP, y tampoco lean aquí equidistancia: a los antisistema les están saliendo las cosas mucho mejor...

Como escribe Raul del Pozo, somos un país bonito lleno de gilipollas. Así nos va. A palos entre nosotros cada cierto tiempo, en una impredecible pero constante sucesión de ciclos históricos.

Y, aunque parezca mentira, todavía estamos a tiempo de detener la penúltima. Mañana domingo otra manifestación en Barcelona hará oír la voz de la disidencia no independentista hasta ahora callada. Esos cientos de miles de catalanes que guardaban silencio no por interés, como los que ahora empiezan a tener miedo, sino por el miedo a ser marcados con una cruz entre los suyos. Como los adolescentes que se rodean de banderas españolas, como los hijos de los guardias civiles. Ahora ya han perdido el miedo, y casi cabe aquí aquello que decía Pablo Iglesias cuando todavía se veía como presidente del Gobierno, “el miedo ha cambiado de bando”.

Pero a pesar de los intentos del nacionalismo y de las estrategias de la CUP, no es momento de bandos ni de fronteras, sino de serenar las cosas y pensar en una negociación que no sea la salvación de los delincuentes, sino el alivio de lo que los de Iglesias llaman “la gente”. El Estado democrático no puede permitir un ataque impune por mucho que se apoye en ciudadanos cabreados que quieren cambio con tantas ganas que se han dejado guiar por ineptos declarados. Debe responder al desafío, pero pensando en abrir en el futuro una puerta a una negociación sin condiciones ni objetivos con subrayado en el calendario.

Diálogo, sí, pero previa renuncia al golpe, llamada a los ciudadanos a votar y cambio de interlocutores si fuera posible no sólo en Cataluña. Negociación con perspectiva histórica. No para salir del paso, que es como se ha hecho casi siempre aquí la política.

Diálogo serio que no sea ese que de boquilla piden hoy las élites catalanas con el insólito e inexplicable apoyo de la izquierda desnortada, cuya única razón y sentido es salvarles el culo del incendio que ellos mismos han prendido con irresponsable entusiasmo.

Primero el respeto a la ley, y luego la imaginación para cambiarla si fuera necesario. Pero no por la fuerza, pero no contra todos.

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