Desde la tramoya

La única solución catalana que satisface a todos

Los dos requisitos indispensables para la supervivencia de todo régimen político son, primero, que exista una coalición que ocupe el poder apelando a alguna legitimidad (electoral, histórica, bélica, divina...) y, segundo, que haya una mayoría suficiente entre la población que acepte el control de esa coalición.

No importa si el régimen es democrático, autoritario o totalitario: si no hay suficiente cohesión en la coalición gobernante, las divisiones terminan por erosionar al gobierno y empiezan las camarillas, las rencillas y las traiciones.

Y tampoco importa qué tipo de régimen sea para el segundo requisito: si una mayoría suficiente de la población considera que quien gobierna no debe hacerlo, el gobierno, antes o después, es sustituido pacíficamente o derrocado a través de revueltas, levantamientos, golpes o guerras civiles. Incluso las dictaduras más férreas requieren un pueblo dormido o suficientemente asustado como para no levantarse contra el poder.

Estas dos condiciones para la supervivencia de todo gobierno son muy subjetivas y volubles. No es importante sólo que haya una coalición bien avenida en el poder, sino, sobre todo, que lo parezca. Que los cuadros que apoyan al gobernante no discutan su legitimidad, sea del tipo que sea. No es importante sólo que exista una mayoría social que apoye o tolere al Gobierno, o al menos que lo soporte estoicamente; es sobre todo fundamental que esa mayoría parezca suficientemente grande como para que la oposición no se subleve o, si lo hace, fracase en su insurrección.

Pues bien, esas dos condiciones han dejado de cumplirse en Cataluña en las dos últimas semanas. Se ha roto por la mitad lo que parecía ser una coalición de poder bien cimentada y sólida, formada por las fuerzas políticas nacionalistas de derecha y de izquierda. La CUP ha roto su alianza de intereses con Puigdemont y ya ni siquiera le aplaude en el Parlament. ERC, con seguridad, sólo mantiene el tipo un rato más, porque forma parte del Govern y lo que sucede es, por tanto, responsabilidad también suya. Sin embargo lo que desea ahora es arrebatar el primer puesto en la política catalana, tan largamente ocupado por la desaparecida CiU.

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Y lo que parecía una mayoría independentista abrumadora, que llenaba las calles en las diadas, exhibía sus esteladas en los balcones y sometía a la espiral del silencio a los adversarios, hoy ya no es ni parece hegemónica. Sociedad Civil Catalana, la institución catalana que más ha trabajado en los últimos años por la unidad de España, no era casi nada hasta hace apenas unos meses, y a duras penas podía poner un tenderete en cualquier calle de Barcelona. Hoy es capaz de convocar a cientos de miles de ciudadanos y de hacer la competencia a las épicas manifestaciones secesionistas.

No dándose las dos condiciones esenciales, es imposible que el Gobierno de Cataluña pueda tomar ninguna decisión de calado sin suicidarse. Por eso no las toma. No porque le tema a Rajoy, a los tribunales o a la Unión Europea, sino porque no tiene apoyo social suficiente para avanzar en su hoja de ruta, ni tampoco unidad interna que le permitiera dar un paso atrás. La absurda declaración de independencia del martes es la constatación de esa realidad tan simple: ni hay unidad entre los gobernantes, ni apoyo suficiente entre los gobernados.

La única salida digna para Puigdemont y sus aliados, en las actuales circunstancias, consiste en convocar elecciones. Es la única salida digna y también la única opción que hoy por hoy satisface a todos.

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