Qué ven mis ojos

Cataluña no tiene solución, pero sí soluciones

A los intolerantes no les molesta que pienses distinto, sino simplemente, que pienses”.

Llámalo kafkiano y te quedarás corto

Que las palabras debate y combate rimen, no es una casualidad, algo que dejan claro el noventa por ciento de las tertulias y los discursos; que España, según el lugar común, tenga forma de piel de toro, y no de cuadrilátero, sí que es raro: no hay más que ver de qué forma se dilucida el asunto catalán, no como un problema, sino como una pelea: en una esquina el Estado y en la otra, una de sus autonomías; a un lado Carles Puigdemont, que quería hacer Historia y está haciendo una historieta, y cuya táctica consiste en querer golpear con una fuerza que no tiene, sencillamente porque no se la han dado los ciudadanos en las urnas; en el rincón opuesto, Mariano Rajoy, que ni baila como una mariposa ni pica como una abeja pero se parece a Mohamed Alí en su capacidad de aguante, en su estilo basado en no hacer gran cosa y dejar que el rival se agote lanzando golpes al aire y, finalmente, arroje la toalla por puro cansancio. Los dos saben, porque se lo han dicho por tierra, mar y aire, que Cataluña no tiene solución, pero sí soluciones. Es decir, que si todo el mundo escuchase lo que tiene que proponer el contrario, si todo el mundo pusiera sus argumentos encima de la mesa, habría el doble de posibilidades de encontrar un punto de acuerdo, un territorio en el que convivir. No lo hacen porque este barro al que unos y otros han bajado mancha, pero también oculta, y si en Madrid suena mejor este salvar España que el sálvese quien pueda de la corrupción, en Barcelona los injustificables heridos del uno de octubre, sean ochocientos o sean cuatro, de algún modo tapan el tres por ciento del desfalco público auspiciado por CiU, los Pujol, su delfín y el resto de la santa compañía.

Así las cosas, da la impresión de que a estas alturas ya sólo se trata de prolongar el conflicto por puro interés, a ver qué se saca de la trifulca y de la confusión. Tal vez por eso Puigdemont no dice si ha declarado o no la independencia y Rajoy sigue dándole oportunidades de ese modo en que la madre y el padre tiran de paciencia con un hijo al que, en el fondo, no quieren castigar: a la una, a las dos y a las… dos y media, a las dos y tres cuartos… Quizás el presidente de la Generalitat mantiene la pelota en el tejado a la espera de que la CUP lo deje en minoría parlamentaria y le proporcione la disculpa que necesita para convocar elecciones: aquí nadie quiere asumir la responsabilidad del fracaso independentista, así que si ellos me atan las manos, yo me las lavo. Sea como sea, al menos, ahora los contendientes han bajado las banderas, que no dejan de ser un palo y, en consecuencia, una amenaza, y se contempla la posibilidad de oírse, incluso la de emprender, más vale tarde que nunca, una reforma de la Constitución. En resumen, que hay puertas donde sólo había muro; o como mínimo se ve sobre la tapia el dibujo de una puerta futura, siempre y cuando todo el mundo esté “dentro de la Ley”, como especifica de manera comprensible el Gobierno, porque dos no se pueden sentar mientras saltan por encima del Código Penal. Las imputaciones ayer del jefe de los Mossos d’Esquadra, la intendente de la policía regional y los líderes soberanistas, y la toma de medidas cautelares muy serias contra algunos de ellos, son también un aviso para navegantes: apelar a un código de la circulación propio y alternativo no va a salvar de la multa o de la cárcel a quien se salte un semáforo en rojo. El calvario administrativo que ha empezado a transitar el anterior president, Artur Mas, que de momento ha depositado algo menos de la mitad de su fianza millonaria por el referéndum ilegal del 9 de noviembre de 2014, es otro piloto en rojo y no quererlo ver sólo puede llevar a quienes cierren los ojos a sufrir un naufragio.

Hace falta una solución y que sea duradera, porque el artículo 155 no es un camino, es un parche en la carretera, un último recurso, un clavo ardiendo, una medida transitoria cuyo fin es volver a colocar la autonomía intervenida en los carriles de la legalidad. Hay que preguntarse, para terminar, si no sería todo mucho más fácil con otros protagonistas, porque las dos formaciones que lideran la batalla no parecen muy capaces de deshacer el nudo, sólo valen para cortar la cuerda, y eso es lo que nadie quiere que ocurra. No hay más que ver a qué ejemplos acuden: unos, comparando a Puigdemont con Companys y augurándole el mismo final dramático, propio de una dictadura sanguinaria como la de aquel miserable general a quien algunos ultraderechistas salen a jalear por nuestras calles; otros, comparan su proces con los llevados a cabo en Eslovenia, en Bosnia o en Kosovoproces , donde se produjo una carnicería y en algunos casos se llevó a cabo una limpieza racial. Seguro que si se lo piensan dos veces, cambiarán de padrinos. O a lo mejor es que todo nacionalismo acaba en su Milosevic, quién sabe.

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