En Transición

Las elecciones necesitan normalidad, y la izquierda, incómoda, un relato

Fracaso, desastre, tristeza, derrota. Ya no caben más sustantivos que añadir a los que hemos ido utilizando para caracterizar una situación a la que en teoría nadie quería llegar. Cuando transcurra algo de tiempo, y quienes estuvieron en primera línea de las conversaciones, contactos y llamadas que se produjeron durante los últimos días antes de las dramáticas votaciones del 27 de octubre nos cuenten exactamente qué pasó, sabremos por qué Puigdemont no convocó las elecciones como anunció unas horas antes, o por qué Rajoy no hizo los gestos que se le pedían. Esperemos a conocer la información exacta. Y esperemos que esto ocurra lo antes posible, porque si bien las negociaciones requieren de más discreción cuanto más delicadas y complejas son, en este caso esa información resulta vital para valorar las actuaciones de unos y otros. La transparencia no consiste en desnudarse, sino en facilitar los datos suficientes para entender los procesos.

Sea como fuere, lo cierto es que hoy estamos en una nueva fase, inaugurada por esa sorpresiva y hábil convocatoria de elecciones el 21 de diciembre, en la que nos vamos a jugar mucho más que un gobierno autonómico o una nueva –o vieja– correlación de fuerzas. Son tantos los elementos que están por ver, que cualquier intento de demoscopia hoy raya la temeridad, pero como paso previo a todo esto, es imprescindible que se cree un marco de normalización que garantice los mínimos para que unos comicios puedan celebrarse. Y esto sólo se conseguirá si todos los actores logran hacer un equilibrio inteligente entre la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones, con las que Weber quiso señalar dos enfoques a la hora de afrontar los problemas, y cuya aplicación en momentos complejos como los que estamos requiere, probablemente, de una hábil combinación de ambas en cada momento.

A partir de este lunes se empezará a desalojar a los consellers de sus despachos y a dar los primeros pasos para que la vicepresidenta del Gobierno español –que no sólo no gestionó la crisis cuando se le encomendó, sino que ha visto cómo se recrudecía bajo su responsabilidad– tome el mando de la administración catalana. Cómo se pongan en marcha estas medidas y cómo responda el cesado Govern y el conjunto de la sociedad civil dibujarán un escenario que formará parte ya de la propia campaña electoral. El cómo se va a convertir en el qué, cargando de razones a unos y otros.

No todos estos elementos van a estar en manos de quienes se presenten a las elecciones: las decisiones judiciales, algunas ya en trámite y otras que irán tomando forma en las próximas semanas, serán también determinantes para recrudecer el problema o sosegarlo. Y como es bien sabido, en nuestro sistema jurídico la Fiscalía tiene un importante papel en este sentido.

El nuevo marco de suspensión de la autonomía y cese del Govern va a influir también de forma notable en el día a día de todos los catalanes, y en puridad de todos los españoles. Decisiones que se verán en su relación con la administración, en el día a día de escuelas, universidades, centros de salud, y como es ya tristemente reconocido, en las relaciones de amigos, compañeros y familias que han saltado por los aires, en una pérdida de capital social que costará recuperar.

La importancia del momento viene dada por lo que hay en juego: nada menos que el camino que va tomando la segunda transición, o la relectura del pacto del 78. El momento destituyente que empezó con el 15M ha ido empujando nuestra convivencia hacia posiciones más neoliberales en lo social –ahí está la reforma del artículo 135 de la Constitución–, y, según estamos viendo ahora, hacia tentaciones recentralizadoras por parte de la derecha, como se ha demostrado en las alusiones hechas al artículo 155 en relación con Castilla La Mancha, Euskadi o Navarra –esperemos que como un mero calentón del momento–, y el incomprensible aplauso que la bancada del Partido Popular daba a Mariano Rajoy cuando anunciaba la puesta en marcha de un artículo pensado para cuando todo falla, es decir, cuando se fracasa.

En este proceso que ahora tiene como próximo hito las elecciones del 21 de diciembre la izquierda afronta el reto de construir un relato en el que reconocerse. Son muchas las personas de la izquierda –de todas ellas– que en estos meses han confesado, algunas en público y otras sólo en privado, que no se sentían cómodas en este debate, que no compartían la gestión irresponsable e interesada del Partido Popular ni tampoco la forma de abordar el tema por parte de los independentistas, que en el fondo el discurso nacionalista incomoda a las mentes progresistas pero que hay que hacer una buena lectura de la compleja situación en Cataluña. En definitiva, un reconocimiento de que no hay un diagnóstico, un relato y una propuesta viable y coherente con la que la izquierda se sienta cómoda. Basta ojear la evolución de las posiciones de cualquier fuerza política progresista para comprobarlo.

Decídselo a vuestros hijos: vamos a seguir envenenándolos

La izquierda necesita trazar una propuesta que le permita abordar el debate sobre el modelo de Estado desde posiciones nítidamente progresistas que combinen el respeto a la diferencia y la identidad no excluyente con un marco de convivencia amplio y plural en una economía, una sociedad y unas comunicaciones globalizadas.

La Historia y la ciencia política tienen mucho estudiado sobre formas de organizar la convivencia desde la diversidad y el respeto a las diferencias: las mil y una formas de federalismo, las construcciones teóricas de confederalismo, o cualquier otra fórmula que se asiente en la solidaridad entre los pueblos y en el acuerdo. Llama poderosamente la atención que estemos construyendo una Unión Europea de asimetrías, de soberanías compartidas, de decisiones multinivel, y con unas características que se alejan de una definición estricta –Objeto Político No Identificado en expresión de Delors– y no seamos capaces de articular fórmulas que den respuesta a los desafíos que tenemos en España. El Estado de las Autonomías fue un ejemplo de esto, pero lo que debería haber sido el inicio de un debate se transformó en un lugar de llegada incapaz de evolucionar a la velocidad y en el sentido que las sociedades, siempre vivas y nunca quietas, requerían.

Como se viene recordando estos días, federalismo viene de Fedus, pacto, y esa es la clave de la convivencia. Asentada sobre ese férreo pilar, la innovación política debe ser capaz de dar respuesta al desafío. Para la izquierda va a ser vital.

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