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¿Se puede ser moderado en Cataluña?

Para solucionar el problema catalán, hay un modelo binario que sólo conllevará mayores dosis de enfrentamiento, malestar y radicalización de las posturas. La independencia no es viable, se haga con un referéndum pactado o no, mientras la sociedad catalana esté dividida casi a partes iguales y mientras el resto de los españoles la considere contraria a su voluntad de permanecer en un país unido territorialmente. Una república catalana independiente implica hoy en día un evidente enfrentamiento social y político dentro de la propia Cataluña. Además, sería indispensable contar con el acuerdo del resto de los españoles que se muestra ampliamente en contra de renunciar también a su derecho a decidir. Viendo el loable trabajo que el independentismo ha hecho por buscar la simpatía internacional con su causa, intriga el nulo esfuerzo que ha realizado por conseguir que en España se entiendan mejor sus ideales.

Por otro lado, es más que evidente que la derrota del secesionismo por la vía judicial y legislativa lejos de solucionar el conflicto tiende a agravarlo. Si desde el españolismo siempre se ha criticado el victimismo catalán, nadie puede ignorar cómo quedaría el estado de ánimo de la población nacionalista si el procés terminara con sus líderes encarcelados y con la actual legislación impuesta e inalterada. Sigue siendo incomprensible que no se entienda que el profundo sentimiento identitario que unifica a la mitad de los catalanes no se puede erradicar, ni ignorar. Es una realidad que hay que integrar en nuestro modelo de convivencia como Estado.

En la información que llega a través de los medios existe una corriente dominante de forma abrumadora: la potenciación del enfrentamiento. Cada empresa, dentro de su legítimo derecho a la libre opinión, parece haber optado por posicionarse en uno de los dos bandos con el fin de buscar la victoria de sus tesis. Tan extendido como inoperativo. El triunfo de cualquiera de los dos frentes, uno manifiestamente más poderoso que el otro, implica la derrota de todos, al abocarnos hacia una sociedad más tensionada, enfrentada y agraviada.

Las tertulias televisivas son la mejor muestra. Los representantes de los partidos sólo tienen un argumentario basado en el cruce de invectivas. No existen, salvo algún caso aislado, posiciones que se sitúen en el terreno de la búsqueda de un acuerdo estable y extendido. Ese tipo de debate siembra la diferencia y hace crecer el radicalismo. Curiosamente, los postulados radicales de ambos bandos se fortalecen con el enfrentamiento y, a la vez, se unen en debilitar a los constructores de puentes.

En Estados Unidos se ha producido durante el último año un interesante fenómeno que muestra ciertas analogías con lo que estamos viviendo en España. La polémica figura de Donald Trump ha puesto al descubierto la cruda división social entre los grupos más conservadores y los más progresistas. El radicalismo, que posibilitó el triunfo de Trump, ha llevado a muchos de sus opositores a defender que sólo desde un enfrentamiento abierto e intransigente podía detenerse el “avance de la regresión” que supone el trumpismo. Evidentemente, lejos de detener a los más radicales, la confrontación directa les ha reforzado en sus posiciones.

En estos últimos tiempos, empieza a extenderse la recuperación de un concepto que injustamente no goza de buena fama y que por necesidades históricas requiere reformularse y adaptarse a la sociedad actual. Un prestigioso profesor de Ciencia Política de la Universidad de Indiana, Aurelian Craiutu, ha publicado hace unos meses un libro titulado Faces of Moderation: The Art of Balance in an Age of Extremes (Las caras de la moderación: el arte del equilibrio en una era de extremos).  A partir del texto, diversos intelectuales y columnistas norteamericanos se han animado a secundar una corriente de reivindicación de posiciones moderadas en el ejercicio de la política actual.

Desde esta nueva concepción, la moderación huye de confundirse con la equidistancia. Ser moderado hoy implica no hacer seguidismo ciego de ninguna fuerza política. Significa entender que cuando dos grupos entran en conflicto es necesario entender las razones que les impulsan y rescatar los aciertos que cada una de ellas aportan. La moderación implica aceptar la preocupación por buscar el acuerdo renunciando a la imposición de las propias creencias. No hay una verdad absoluta. Subsisten diferentes verdades entremezcladas entre convicciones erróneas, partidismos y engaños. La labor de los moderados es la de desenmarañar ese embrollo.

El complicado dilema de Podemos en el conflicto catalán

La moderación, en los tiempos que vivimos de extrema confrontación, implica humildad. La de entender que la imposición es lo opuesto a la negociación. La política actual necesita escapar de las creencias y priorizar las necesidades. Los problemas a los que nos enfrentamos exigen reconocer nuestras limitaciones para entender los retos a los que nos enfrentamos y recurrir a aprender cada día de los errores cometidos.

La moderación supone en definitiva lo contrario al ejercicio de la política que hoy se practica en el conflicto catalán: la imposición de los criterios, la obcecación en el sectarismo, la negación de las equivocaciones, el desprecio a los oponentes, el absolutismo ideológico, el triunfo de la autoafirmación frente a la duda.

Pero que nadie se confunda. En los tiempos actuales, nada hay más cobarde y más fácil que el seguidismo. Nada hay más valiente que entrometerse entre fanáticos cegados por el rencor y la ira. Se necesita más coraje para actuar por responsabilidad que por partidismo. En España, en Cataluña, no vivimos una lucha del bien frente al mal. Padecemos una lucha entre grupos que defienden valores excluyentes, sin percatarse de que una sociedad cohesionada sólo surge desde la inclusión de sus ciudadanos.

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