Plaza Pública

En defensa de las imágenes

Paula Velasco

Los recientes atentados terroristas en Barcelona y Cambrils han supuesto un duro golpe para nuestra sociedad. Entre el horror, hemos sido testigos de unos sucesos que han dado muestra de lo mejor del ser humano, pero también de lo peor. No solo hemos podido comprobar cómo se ha producido un nuevo intento de normalización de ideas fascistas amparado en el miedo o discursos falsamente basados en la equidistancia, sino también al evidente uso morboso de las imágenes y del sensacionalismo que hemos visto proliferar tanto en la prensa como en redes sociales.

La mayoría de los medios de comunicación optó por ilustrar la noticia con una imagen de los heridos, algo que ha provocado el rechazo de buena parte de la población. El principal argumento de los detractores, basado en la defensa del respeto hacia las víctimas, abre una interesante cuestión sobre la legitimidad de atender al sufrimiento recogido por la imagen, al concebir ésta como una manera de perpetuar dicho dolor. En el caso que nos ocupa, dicha cuestión se desplaza hacia un plano superior en el que la fotografía ya no solo eterniza el padecer, sino que se transforma en un arma política, en propaganda del terror.

En contra de esta postura, hay quien se ha atrevido a salir en defensa de la publicación de estas imágenes. Argumentan que su finalidad no es otra que la de informar, que es necesario ver para creerver para creer, para comprender las dimensiones del horror. Remiten para ello a imágenes icónicas que, de haber primado el respeto a las víctimas, nunca habrían visto la luz, pero que debían ser percibidas para empezar siquiera a comprender las magnitudes del horror. Plantean abiertamente sus dudas y conflictos internos o hablan incluso de la diferencia entre lo estético y lo informativo. Este debate subraya, una vez más, la necesidad de repensar los límites de la representación del sufrimiento.

Dada la dificultad que entraña dicha empresa, quizás lo más adecuado sea comenzar por una premisa tan básica como ignorada: la propia fotografía en tanto que representación. Como adelantábamos, uno de los argumentos que se ha esgrimido ha sido el de la eterna diferenciación entre lo informativo y lo estético; un argumento basado en una confrontación más antigua que la propia fotografía, pero que es en ella donde parece haberse enquistado. El hecho de que toda imagen, como fotografía, parta necesariamente de lo real, hace que nos olvidemos a menudo de su propia naturaleza como representación. Sin embargo, la fotografía no presenta, representarepresenta. Mal que nos pese, la cámara nunca fue el lápiz que permite a la naturaleza desvelarse a sí misma: toda captura está siempre mediada por la subjetividad.

Lo fotográfico es un proceso que erróneamente –y no sin cierto interés mediante– se ha vinculado al único instante en el que son las leyes de la óptica y de la física las que determinan su curso. Sin embargo, la imagen fotográfica se construye en varios tiempos, de tal manera que su apreciación final depende tanto de lo que Benjamin llamó inconsciente óptico como de todas las manos y puntos de vista que la conforman. Y, por lo tanto, es estética y estetiza la realidad a la que señala. Como consecuencia, no es posible trazar una línea que sea capaz de separar el apartado testimonial de la imagen de su otra cara más estética.

Queda claro, por lo tanto, que el razonamiento que confronta las dos facetas inseparables de la fotografía no es válido a la hora de defender la pertinencia de su publicación. Más aún cuando da la impresión que el término estética se usa como sinónimo de artística, y éste, a su vez, en su versión más romántica, aquella de genios creadores y sentimientos sublimes. En cualquier caso, y aunque ciertamente la categoría del horror delicioso tenga algo que ver en la manera en la que el público percibe las imágenes dolientes, la reflexión debería situarse en otro nivel.

El dilema se traslada entonces a la propia existencia de las imágenes: ¿realmente queremos ser testigos de lo ocurrido? Una vez más, es el carácter único de la fotografía en su vínculo con el hecho noticioso lo que genera la mayor parte de las reticencias. Como espectadores, la fotografía genera una experiencia cercana a ver: somos testigos de un hecho al que atendemos de manera indirecta, que percibimos a través de la imagen. La fotografía es la distancia más corta entre nosotros y la realidad en ella representada. Si aquello hacia lo que apunta tiene un vínculo especial con el espectador (lo cercano y familiar de Barcelona, la sensación de que podría ser cualquiera de nosotros), el hechizo de la fotografía se mantiene, y atender a la imagen se traduce en ser testigo de lo acaecido.

Son varios los factores que inciden en la desafección necesaria para entender la imagen como representación, y casi todos están ausentes en la mayoría de las capturas que hemos visto de los atentados en Cataluña. En ellas prima la inmediatez, lo que suele confundirse, erróneamente, con veracidad y objetividad. La persona encargada de realizar la imagen que varios medios llevaron en su portada no ha enfatizado sus características estéticas en ninguno de los momentos del proceso fotográfico. Más aún, muchas de las tomas distribuidas no fueron siquiera hechas por profesionales, sino por ciudadanos o amateurs, lo cual incide en la noción de neutralidad y acerca al público a ese instante en el que otro fue testigo. En el fondo, se trata de un juego de distancias.

Los mismos que estos días han criticado la publicación de fotografías tomadas durante el horror de los atentados podrían fácilmente defender la necesidad de que nos lleguen imágenes de conflictos que se antojan lejanos, pese a no serlo tanto. Otros, directamente, son reacios a ver. Al hilo de estas diferencias, y salvando la inmensa distancia temporal, las reflexiones sobre la representación de lo trágico de Lessing arrojan algo de luz a esta controversia. El célebre ilustrado consideraba que el sufrimiento sin solución no inspira compasión, sino repulsión. Y eso es precisamente lo que despiertan los retratos de nuestra última zona 0. La distancia, tanto en su vertiente física como temporal –y, especialmente, en su vis sensible– es prácticamente inexistente. La representación de este dolor hiere, y la reacción más natural que nos surge es la de apartar la mirada. Y en este proceso no se produce la necesaria catarsis.

El mismo Lessing nos dio la clave, siglos atrás, de cómo representar lo terrible de manera acertada: si la imagen despierta nuestra compasión, su publicación no tiene por qué ser algo que provoque rechazo. Ciertas fotografías son más proclives que otras a la sublimación, y esto explica el porqué de la defensa de imágenes como el tristemente célebre retrato del cuerpo sin vida del niño Aylan en la playa. En este caso, la catarsis del horror inicial se hace posible a través de rechazo a la realidad representada. Pero para ello, necesitamos que exista cierta distancia.

Los editores y los fotoperiodistas deberían tener en cuenta las reflexiones de Lessing a la hora de retratar el dolor. De poco sirve llevar a portada una imagen que consideran necesaria si el público va a acabar desviando la mirada. A pesar de las críticas, es obvio que ni fotógrafo ni editor, ni ninguno de los eslabones que forman parte del proceso fotográfico, son responsables últimos de la realidad de la que la cámara da testimonio. El propio instante no deja de ser una parte minúscula de un todo mayor al que el ciudadano debería acercarse con mirada crítica. Ahora bien, la labor del periodista es informar, y para cumplir su cometido, la fotografía debe ser vista.

De alguna manera, la apreciación de Lessing encuentra resonancia en las palabras de Sontag, quien en Ante el dolor de los demás planteaba que quizás la única mirada legítima es aquella que pudiera aliviar dicho padecer o, a lo sumo, permitirnos aprender de él. Pero si la imagen no lleva a actuar frente a la realidad representada, esta no debería ser vista. Si seguimos esta línea de pensamiento, la balanza se inclinaría considerablemente hacia el lado de no distribuir las imágenes como las que hemos visto publicadas estos días. Porque, como se ha apuntado ya –y a diferencia del retrato del pequeño que conmovió al mundo–, la propia captura forma parte de la estrategia terrorista de infundir temor en la audiencia; el mandar un mensaje a través no solo del acto en sí, sino también de su incesante reproducción.

En una suerte de efecto llamada, la proliferación de imágenes puede llevar a obrar no contra lo recogido por la cámara, sino con intención de perpetuar su crueldad. En este sentido, su función es más cercana a la propaganda que a la información: son más sus similitudes con los vídeos de decapitaciones y otras formas de asesinato con pretensiones hollywoodienses que toda posible semejanza a otras fotos que mordazmente se les haya querido atribuir. No obstante, que las fotografías de las que hablamos no sean equiparables a la del pequeño Aylan no quiere decir que no sean, en su función, similares a otras tomas que nos remiten a esta: las de aquellos niños que difunden una postura muy concreta bajo la apariencia de la objetividad del documento.

Las dudas que despierta la pertinencia y necesidad de la representación del sufrimiento ajeno pero cercano son la excusa perfecta para reflexionar sobre el uso, creación y recepción de la imagen informativa. De nuevo, las imágenes son necesarias para conocer nuestra realidad, sí, pero de nada sirven si no son vistas. Al mismo tiempo, de poco sirve el periodismo si solo se limita a satisfacer las necesidades y exigencias de un público adormecido sin fomentar en la audiencia una mirada crítica. Quienes trabajan con la imagen informativa deberían aceptar su doble naturaleza y superar la falsa premisa de objetividad del medio para avanzar hacia un nuevo modelo de fotoperiodismo, más responsable y comprometido. Fotografías que no se hagan pasar por objetivas para difundir ideologías que distan de ser neutrales, que no hagan uso del sentimentalismo ni de lo sublime militar para justificar medidas impopulares.

Existe otra manera de hacer fotoperiodismo. Los defensores de la publicación de las imágenes de los últimos atentados aludían a lo importantes que fueron algunas instantáneas a la hora de cambiar el curso de la historia, tomas que también fueron rechazadas en su momento por explícitas e hirientes. La representación del horror no tiene por qué derivar en su banalización, eso es cierto, ni su apreciación ha de quedar reducida a la compasión. Dicho sentimiento parte de una concepción vertical de la realidad, y puede llegar incluso a ser placentero en términos de lo sublime patético en el sentido de que el propio rechazo a lo representado, al situarnos racionalmente por encima de la barbarie, parece acallar nuestra conciencia (siempre y cuando la distancia sea suficiente).

Es deber del periodista informar, sí, pero es su responsabilidad no pasar por alto todos estos elementos, como es responsabilidad del espectador detenerse en la imagen y recomponer todos los fuera de campo que forman parte del proceso fotográfico. Existen imágenes que huyen de la simplicidad, que promueven el pensamiento crítico y cuyo dolor representado no llama a la compasión, sino a la solidaridad. Existen las imágenes, al menos potencialmente. Lo que quizás falte sean medios de comunicación que quieran acogerlas entre sus páginas. ___________________________________

Paula Velasco es doctora en Filosofía por la Universidad de Sevilla especializada en estética de la fotografía.

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